La pandemia ha puesto de relieve interrogantes en torno a la interacción entre los estudiantes y profesores.

Si previo a esta un estudiante estaba matriculado en un programa totalmente en línea o un curso en línea, nada cambió, puesto que voluntariamente había contraído un acuerdo con la institución en la que se matriculó, en cuanto a sus derechos y responsabilidades.

De igual forma, los profesores que impartían sus cursos en línea interactuaban con sus estudiantes conforme lo estipulan las normas de educación a distancia de la institución y de las agencias que conceden licencia y acreditación a estos programas y cursos.

La situación se complica cuando el estudiante se matricula en un programa presencial y, de golpe y porrazo, cambia la modalidad de enseñanza porque el gobierno prohíbe que sus cursos se reúnan presencialmente.

¿Cómo determinar los derechos y las responsabilidades de unos y otros cuando la modalidad virtual entra al escenario de forma abrupta?

Todas las instituciones educativas cuya oferta es principalmente presencial, que es la forma básica de educar formalmente desde tiempo inmemoriales, cuentan con manuales, reglamentos y normas que rigen su actividad académica.

En estos momentos de emergencia en los que se limitan las actividades académicas presenciales, las instituciones se han visto obligadas a crear políticas que ayuden a minimizar los conflictos por el uso de medios virtuales que no estaban previstos en el aula presencial.

Estas políticas procuran facilitar el proceso educativo. De igual forma, han desarrollado mecanismos intensivos para capacitar, tanto a estudiantes como a profesores, en el uso de las modalidades virtuales. Pero, como sucede con todo proceso abrupto, hay confusión y choque de percepciones.

El derecho básico del estudiante es aprender, estemos presenciales o virtuales. La responsabilidad del profesor, más que enseñar, es conseguir que el estudiante desarrolle los conceptos del contenido que comprende el curso.

En este momento, este derecho y esta responsabilidad se ven afectados por condiciones de acceso tecnológico y por desconocimiento en el uso de la tecnología asignada por la institución.

Aunque los fondos federales han tratado de mitigar las necesidades tecnológicas, lo cierto es que vale más la flexibilidad y la empatía que el profesor pueda demostrar, que la capacidad tecnológica que se pueda alcanzar. De ahí que se recabe la comprensión por parte del profesor para que el estudiante pueda cumplir con sus responsabilidades con el curso, siempre atentos a que esto se lleve a cabo dentro de las normas básicas de la integridad académica.

Así las cosas, el derecho a aprender trae como consecuencia que el estudiante se responsabilice por cumplir con los requerimientos del curso, aún dentro de las limitaciones que presenta la dificultad de la pandemia.

Del otro lado, la academia, a través de su profesorado, tiene la responsabilidad de cumplir con los objetivos de aprendizaje de cada curso y de mostrar flexibilidad y empatía para con el estudiante.

El éxito en este “modelo de interacción virtual de emergencia” está en que unos y otros mantengan abiertos los canales de comunicación para que impere la ética y la justicia en todo momento. Solo de esta forma garantizaremos que, aún en este momento difícil, los conflictos puedan resolverse en armonía y para bien de los estudiantes, que son la razón de ser de toda institución educativa.

La autora es vicepresidenta de Asuntos Académicos de la Universidad Ana G. Méndez.