Observamos las películas cual si fuesen rompecabezas, porque la gran mayoría lo son. Rompecabezas que hemos armado innumerables veces en el pasado. Conocemos todas las piezas, tenemos una idea de cómo encajan entre sí –personaje X va aquí, personaje Y va acá, ambos se juntan en H y forman Z-, y más o menos sabemos cómo se verán una vez puestas en su lugar.

En Upstream Color -el anticipado regreso al cine de Shane Carruth tras hacer un más que memorable debut con Primer, en el 2004-, este director nos ofrece otro rompecabezas, quizá no tan críptico como el de esa brillante joya de ciencia ficción, pero no menos fascinante. Sin embargo, hay un detalle: Carruth no nos entrega todas las piezas… ¿o quizá sí? La atracción principal reside en ver qué formas podemos crear con ellas. Sólo hay dos opciones al verla: o nos entregamos de lleno a su elíptica propuesta, o nos resistimos, tratando de hallarle el sentido a todo, y acabaremos frustrados.

Tras verla dos veces, todavía no estoy del todo seguro de lo que significa, pero no importa. Lo primordial es que la sentí hasta el tuétano. El largometraje tiene la capacidad de confundir y asombrar al mismo tiempo. No llega al extremo de ser impenetrable pero tampoco es el más accesible. Lo que no cuestiono por un instante es que se trata de una de las películas más ambiciosas, distintivas e innovadoras que he visto en bastante tiempo, y estas singularidades hay que valorarlas, más cuando se trata de un excepcional cineasta confiado de su trabajo y de que el público dispondrá de la inteligencia para apreciarlo.


El filme no es tanto acerca de lo que presenta sino de los sentimientos que transmite a través de sus hermosas imágenes y –especialmente- sonidos. Si hay una película hecha para verse en absoluta oscuridad y escucharse a través de unos buenos audífonos, lo es esta. Una magnífica experiencia audiovisual, con un fantástico diseño de sonido compuesto por varias capas, que envuelve en su abstracto universo de conexiones humanas, recuerdos olvidados, identidades perdidas y la relación de estas con el peculiar ciclo que establece Carruth en su cautivante guión entre gusanos, cerdos y orquídeas.

Tratar de resumir la trama en una breve y comprensible sinopsis es prácticamente imposible, salvo los primeros 30 minutos, que son lo más convencionales en términos narrativos, porque en nada más lo son. Amy Seimetz interpreta a “Kris”, una mujer que es secuestrada por un hombre (identificado en los créditos como “Thief”), que la hace ingerir un pequeño gusano que la coloca en un trance. A través de lo que parecen ser varios días, el ladrón la va condicionando para que le firme los documentos bancarios necesarios para robarle todo su dinero mientras la mantiene transcribiendo un libro en un libreta con cuyas páginas va creando una cadena.

Una vez rompe el estado hipnótico en el que se encuentra, “Kris” no tiene memoria de lo sucedido, más allá del gusano que aún lleva en su interior y el cual es removido de su cuerpo por otro hombre que se dedica a grabar sonidos en la naturaleza –el viento, el agua, la piedra rodando dentro de un tubo de acero- a la vez que administra una granja de cerdos. Más adelante lo veremos caminando entre distintas personas, siempre escuchando e inadvertido, como si fuese uno de los ángeles en Wings of Desire.  El sujeto coloca a “Kris” en una camilla, agarra uno de los extremos del gusano que sobresale cerca de su tobillo, y se lo traspasa a un pequeño cerdo que se encuentra a su lado en otra camilla. Es como estar atrapado en una pesadilla tras haber visto una película de David Lynch.


Cabe señalar que la gran mayoría de estos extraños sucesos con los que inicia la historia ocurren sin mucho uso de diálogo, fuera de las palabras que recita el “Thief” para retener el control de la mujer (“Tengo que disculparme, pero nací con una desfiguración en la que mi cabeza está hecha del mismo material que el sol”). La escalofriante textura de incertidumbre que establece el director en ese primer acto –ambientada efectivamente por la atmosférica banda sonora que él mismo compuso- es todo lo que necesita para clavar sus ganchos firmemente en el espectador. Nos mantiene cautivos precisamente porque no estamos seguros de lo que está pasando. Mientras más complejo resulta un acertijo, mayor nuestra concentración.

Carruth aparece en el segundo acto de la película como “Jeff”, un hombre con quien “Kris” comienza una relación sentimental tras conocerlo en un tren algún tiempo después del incidente con el ladrón. ¿Meses? ¿Años? Resulta difícil precisar cuánto tiempo ha pasado en vista de la estructura fragmentada que emplea Carruth –que avanza, retrocede y hasta se mueve paralelamente en distintos espacios temporales-, pero lo importante es que logra transmitir el hecho de que la vida de estos personajes ha continuado aun cuando las cámaras no han estado ahí para capturarlo. Las actuaciones de Carruth y Seimets –en especial la de ella- son lo suficientemente conmovedoras como para manifestar este sentimiento de una relación cuyo historial trasciende los confines de la pantalla.


El filme se transforma en un íntimo romance durante este segmento en el que lentamente Carruth empieza a introducir la médula de su temática, que recae en la búsqueda de identidad cuando todo lo que éramos, léase en este caso nuestras memorias así como lo material, nos ha sido robado. “Kris” y “Jeff” incluso discuten -durante una de las secuencias más líricas- a quién pertenece el recuerdo que están teniendo de un viaje que hicieron, porque, como dijo Gabriel García Márquez, “La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda”. Su breve periodo de alegría se ve amenazado cuando influencias externas atentan contra su tranquilidad desde la distancia, ya que ambos están conectados a otros seres,  y es ahí donde habita la clave para esclarecer el significado del título, pues todos los personajes aquí reciben algo de otros sin saber de dónde proviene, pero que los altera emocionalmente.

La última media hora de Upstream Color transcurre casi en su totalidad sin diálogo, enalteciendo sus cualidades más esotéricas y amorfas, en las que la música, la impecable cinematografía y las actuaciones físicamente emotivas son las que se encargan de expresar lo que está ocurriendo en la historia. Las comparaciones con el estilo de Terrence Malick serán inevitables, pero mientras éste gran director suele explorar la relación del ser humano con Dios y la naturaleza, el objetivo de Carruth parece ser uno menos abarcador, más concentrado y personal, pero igual de ambicioso, confrontándonos con la idea de la identidad individual y si en realidad existe semejante cosa.

No tengo reparos en admitir que aún no descifro todos los misterios que guarda esta enigmática pieza cinematográfica, pero es precisamente eso lo que mantiene a mi mente gravitando inconscientemente hacia ella. Contrario a los rompecabezas que semanalmente armamos en el cine, con sus viejas y conocidas piezas que encajan perfectamente en su sitio, Upstream Color nos confronta con unas piezas nuevas -bellas, coloridas, singulares- que nos invitan a jugar con ellas y completar los espacios en blanco con las nuestras.