No deje que el rostro de Ben Stiller lo engañe: The Secret Life of Walter Mitty no es la típica película del artista mayormente conocido por comedias populares como Zoolander y Tropic Thunder, escritas, dirigidas y protagonizadas por él. Aquí encontramos a un Stiller más maduro que busca entrar en aguas profundas para contar una historia con mayor ambición emocional y algo que decir acerca de nuestro presente, lo cual logra a medias en un fallido pero encomiable intento por desarrollar su alcance como cineasta.

El guión de Steve Conrad adapta por segunda vez a la pantalla grande el cuento homónimo de James Thurber acerca de “Walter Mitty” (Stiller), un hombre tímido y reservado al extremo de hacerlo prácticamente invisible, que labora en el departamento de fotografía de la revista Life archivando los negativos. Mientras pasa inadvertido por todos quienes lo rodean, en su mente “Walter” no podría ser más diferente: encantador, valiente y aventurero, más cuando se trata de conquistar a “Cheryl” (Kristen Wiig), la compañera de trabajo de quien está secretamente enamorado.

Las fantasías de “Walter” estallan en pantalla con bombos y platillos gracias a la visión de Stiller, el cinematógrafo Stuart Dryburgh y el trabajo del equipo de efectos especiales, quienes se las ingenian para que ninguna se parezca a la otra y levanten la película del sosiego que mayormente la arropa. En algunas de estas secuencias “Walter” es un héroe o explorador, abriéndonos las puertas al carácter que oculta en la vida real y que es poco a poco va liberando cuando se topa con la oportunidad de una aventura de verdad.

Durante la primera mitad del largometraje, el balance tonal entre la fantasía y la realidad se mantiene bastante equitativo mientras Stiller y Conrad nos envuelven en este mundo análogo que está siendo reemplazado por lo digital. “Walter” es tan anticuado como el proceso de emulsión fotográfica pero irónicamente es una falla en este el que lo lleva a Islandia y otros lugares remotos de la Tierra en busca de un negativo perdido que se suponía fuese la portada de la última edición de Life.

El viaje de “Walter” es donde el filme pasa de ser una pequeña y noble historia a una que tropieza ante el peso de su ambición. Estéticamente todo luce espléndido, con unos maravillosos paisajes naturales que te roban el aliento, pero mientras todo en la pantalla se va haciendo más grande, “Walter” se va poniendo más pequeño, convirtiendo su recién encontrado espíritu aventurero en una trillada afirmación de auto-ayuda acerca del poder interior y el vivir cada día como si fuera el último. El romance central, que tan importante parecía ser al principio, también se va por la borda.

Sin embargo, el acercamiento de Stiller al material se mantiene honesto y entretenido en todo momento aun cuando el peso de lo que quiere decir no está ahí. Los últimos minutos de la película devuelven el argumento a las ideas e inquietudes que se plantearon al principio con un final bastante tierno y  emotivo. Por un momento es posible imaginarse una versión mejorada de esta inofensiva película en el que el joie de vivre se manifiesta orgánicamente.