The Imitation Game
La actuación de Benedict Cumberbatch eleva esta película promedio que ha sido reconocida con más nominaciones al Oscar de las que merece.
Nota de archivo: esta historia fue publicada hace más de 9 años.
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La vida de Alan Turing, matemático, criptólogo y héroe anónimo de la Segunda Guerra Mundial, recibe el prudente y tradicional tratamiento característico del llamado “cine de prestigio” en The Imitation Game, la clase de pulida producción británica que la distribuidora The Weinstein Company acostumbra a lanzar a finales de año para pescar nominaciones al Oscar. La estrategia rara vez les ha fallado, con Shakespeare in Love, The King's Speech y Philomena siendo algunos de los ejemplos más notables de películas que han impulsado en la carrera por la estatuilla dorada a través de robustas y astutas campañas mediáticas. En el caso de The Imitation Game, la compañía ha impulsado la homosexualidad de Turing -quien fue perseguido y enjuiciado por ella- como el gancho publicitario, pero irónicamente el filme está tan desinteresado en este aspecto de su vida como en sus destrezas para decodificar.
Benedict Cumberbatch es la razón primordial para ver este sobrevalorado largometraje, interpretando a Turing mediante una poderosa actuación –digna de todos los elogios que ha recibido- que se distancia lo suficiente de los personajes que acostumbra a encarnar como para permitirle perseguir otras veredas histriónicas. El actor británico suele ser el hombre más inteligente en pantalla, ya sea haciendo del megalomaniaco “Sherlock Holmes” en la popular serie Sherlock o como el villano “Khan” en Star Trek Into Darkness. El papel de Turing retiene estas cualidades de genio, pero uno seriamente atormentado no solo por el síndrome de Asperger que lo mantiene socialmente enajenado del mundo sino por el secreto que guarda desde su infancia.
El guión de Graham Moore -basado en la biografía de Turing escrita por Andrew Hodges en 1983- divide la vida del pionero de las computadoras modernas alrededor de tres etapas de su vida: su educación elemental en los años 20, su reclutamiento secreto por parte de la inteligencia británica en los 40 y su vida privada post guerra en los 50. Esta última sirve como hilo conductor a través de las otras dos, comenzando con la investigación policíaca de un aparente robo en su hogar. El detective encargado sospecha que Turing podría ser un espía soviético, por lo que lo lleva al cuartel para interrogarlo y el científico procede a hacer un recuento de su vida, decisión estructural dramática que resultará ser perjudicial para la película en términos de la trivialidad con la que aborda los últimos años del protagonista.
El grueso de la trama se desarrolla en el salón donde Turing y otros expertos criptólogos -entre ellos Keira Knightley, en un papel menor como quien fue la prometida de Turing- intentan decodificar el código secreto que utilizan los nazis para enviarse mensajes. Con más de mil millones de posibles combinaciones alfanuméricas diarias, Turing apuesta a la creación de una elaborada máquina para ayudarles a hallar la clave y ganar la guerra. El problema es que ni el libreto de Moore ni la dirección de Morten Tyldum –cuyo trabajo aquí resulta elegantemente convencional e irreconocible para el cineasta que estuvo a cargo del thriller noruego Headhunters- demuestran cómo funciona la máquina que se convertiría en la precursora de la computadoras. Solo sabemos que Turing es un genio porque los personajes lo repiten constantemente, pero esto nunca se demuestra, ni siquiera con una versión simplificada para la audiencia del ingenio detrás de su invención.
Del mismo modo, la homosexualidad de Turing -que se manifiesta casi exclusivamente en las escenas de su infancia, cuando se enamoró secretamente de un compañero de clase- es guardada en el clóset tal y como Turing la escondió durante años. The Imitation Game trata este importante aspecto de su vida, uno que acabó costándole la vida, como un posdata, relegándolo al epílogo textual donde se revela que tras triunfar en la Segunda Guerra Mundial y salvar lo que se cree fueron millones de vidas, el brillante matemático fue condenado por una draconiana ley británica que criminalizaba la homosexualidad. Moore y Tyldum optan por acabar con la nota fácil de consumir y sustituir la tragedia por la historia inspiradora, resultando en un filme moderadamente entretenido, insustancial y con aires de relevancia actual, la carnada perfecta para los miembros de la Academia.