Qué joyitas II
Su mayor ofensa no es el humor grosero, homofóbico, machista ni escatológico, sino al arte de hacer cine como tal.
Nota de archivo: esta historia fue publicada hace más de 11 años.
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La pregunta “¿para qué criticar Qué joyitas II?” me la llevo haciendo desde antes de verla. ¿Cuál es el punto? Aquellos que disfrutaron de la primera película volverán a pagar por ver su secuela, independientemente de lo que aquí escriba. La película está dirigida a los miles de fanáticos de sus protagonistas, dos locutores radiales que pueden “ploguearla” constantemente en horario “drive time”, y que ya probaron con el éxito de su primer junte en pantalla que tienen el poder de convocatoria para atraer al público a las salas. Es una fórmula ganadora: un producto con constante mención en la radio hecho para una audiencia ya establecida predispuesta a consumirlo. Que sea malo o bueno es lo de menos.
En el otro extremo están los que no la verían ni aunque les ofrecieran los números ganadores de la Loto. Este grupo solo vendría en busca de una crítica cinematográfica como tiburones tras sangre en el agua, pero igual no leerán nada aquí que para ellos no sea ya evidente en los cortos promocionales del filme o si sobrevivieron la agonizante experiencia de su predecesor: que se trata de una producción de la más baja calidad realizada por alguien huérfano de las destrezas para trabajar en el medio. Entonces, repito, ¿cuál es el punto?
El punto es puramente cumplir con mi oficio y criticar un trabajo que me invitaron a ver. Cuando los estudios de cine saben que un estreno tiene alta probabilidad de ser masacrado por los críticos, no se lo enseñan, y ya. Invitar a los críticos significa que están abiertos a recibir críticas tanto negativas como positivas. Es un riesgo que aceptan, aunque, como dije al principio, aquí no lo es. Quienes van a ver Qué joyitas II lo iban a hacer desde que salieron del cine luego de ver la primera.
Los anuncios han vendido la secuela como “la película más cafre en la historia de Puerto Rico”. En entrevistas, tanto sus protagonistas -Jorge Pabón “El Molusco” y Rocky The Kid- como su director -Eduardo “Transfor” Ortiz- se han encargado de hacer hincapié en el contenido explícito que incluso tuvieron que ir a grabar en Santo Domingo porque aquí no podían hacerlo. Sin embargo, la película ni siquiera cumple con escandalizar. Su mayor ofensa no es el humor grosero, homofóbico, machista ni escatológico que figura en prácticamente todas sus escenas, sino al arte de hacer cine como tal.
La comedia provocativa, vulgar o de mal gusto siempre ha existido, y There’s Something About Mary, Klown, Pink Flamingos, Brüno, Jackass y The Hangover, entre otras, han probado que es capaz de hacer reír. La diferencia yace en la ejecución, no en el contenido, y “Transfor” Ortiz deja rotundamente claro que no sabe cómo hacerlo. Su “guión” parece componerse de ideas que redactó aleatoriamente y luego las tiró en pantalla con la esperanza de que alguna funcionara (ninguna lo hace), ya sea porque las encontró graciosas (no lo son) o porque las copió de buenas comedias, como Police Academy o Three Amigos, lo que demuestra que ha visto al menos dos películas aunque no haya aprendido nada de ellas, más allá de imitar lo que vio.
Hay una trama, pero resumirla sería una pérdida de tiempo pues la misma es un estorbo, un mero pretexto para llevar a los personajes de una situación a otra con contenido gráfico y/o soez que, no es que no pueda ser cómico, sino que aquí está a años luz de serlo. La mayoría de las escenas se desarrollan en lugares que pagaron por aparecer en cámara y las pautas comerciales –que son las que hicieron esta cinta posible- son tantas que se torna risible, pues parece que estamos viendo una versión barata boricua del programa de televisión en The Truman Show.
La película ha sido editada a machetazos, con abruptos cortes marcados en múltiples ocasiones por la misma genérica y reciclada transición que, junto a la espantosa fotografía, una terrible composición de tiros y un absoluto desinterés por la continuidad narrativa, exponen en pantalla la crasa falta de conocimiento cinematográfico. El fracaso técnico es de tal magnitud y el libreto tan pobre que evaluar el trabajo de los actores resulta difícil, incluso injusto, pues nadie, por más experiencia histriónica que tenga, puede hacer algo gracioso cuando no lo es. Si Molusco o Rocky provocan risas en la radio es porque son espontáneos. Sí, serán unos cafres, pero están siendo ellos, o al menos la versión de ellos que han creado para su trabajo. Aquí están a la merced de las palabras y la dirección de un tercero.
Lo sé, lo sé: nadie va a ver esto buscando méritos técnicos, un buen guión ni tremendas actuaciones. El contenido de una película puede ser irreverente, ordinario, malhablado, ofensivo, lumpen, pero eso no es excusa para hacer una chapucería ni exime de cumplir con los estándares más básicos que se esperan de una producción cinematográfica. El hecho que sea puertorriqueña es inconsecuente. De haber sido hecha en Estados Unidos o Argentina, en inglés, alemán o en chino, Qué joyitas II seguiría siendo una de las peores cosas en proyectarse en pantalla este año y el siguiente.