La  reservada y calculada actuación de Bradley Cooper en American Sniper tiene a su cargo transmitir la dimensión y conflicto que la reverente dirección de Clint Eastwood y el hagiográfico libreto de Jason Hall abordan insubstancialmente en su adaptación de la autobiografía del francotirador más letal en la historia de la milicia estadunidense. Antes de su muerte en febrero de 2013, el condecorado navy seal Chris Kyle tenía 160 muertes a su nombre y se dice que al menos 95 más sin confirmar. Kyle no murió en ninguna de las cuatro giras que combatió en Irak tras la invasión estadounidense de 2003, sino a manos de un marine que –al igual que él- sufría de trastorno de estrés postraumático. La película acerca de su vida militar, sin embargo, está más preocupada con exaltar su leyenda que con indagar en el hombre.

Conocemos a Kyle realizando lo que mejor hace: identificando posibles amenazas de “salvajes” –como él llama a los iraquíes, independientemente de edad o género- a través de la mira de su rifle mientras él permanece escondido a lo lejos sobre algún techo, prácticamente invisible. Eastwood captura con gran efectividad las difíciles decisiones que estos soldados tienen que tomar en cuestión de segundos desde la tensa escena inicial, en la que Kyle tiene en su mira a una mujer y un niño, y debate si debe halar el gatillo. Circunstancias extraordinarias lo obligan a hacerlo, y fue así como nació la mitología del francotirador que muchos llamaron “The Legend”: no con la muerte de otro soldado con una ametralladora, sino con la de una mujer y un niño armados de una granada.

La poderosa secuencia se ve interrumpida por un flashback en la que somos expuestos al pasado de Kyle, hijo mayor de una familia tejana ultra conservadora, que ingresó a los Navy Seals motivado por el patriotismo que le fue inculcado desde pequeño. “Voy a luchar para defender a América”, le dice a su esposa –interpretada hábilmente por Sienna Miller, en un papel tan escaso de profundidad como el de Kyle- antes de partir hacia Irak, repitiendo como un mantra las palabras que le han sido programadas. Uno nunca duda de la convicción de Kyle, ni siquiera cuando los efectos de la guerra empiezan a manifestarse en su comportamiento cuando no está en el campo de batalla, pero es aquí donde American Sniper empieza a flaquear.

Al igual que Lone Survivor hace un año, esta película está exclusivamente enfocada en rendir tributo al soldado caído sin el más mínimo interés de profundizar en quién fue más allá de sus logros militares. Eastwood se esmera en las secuencias de combate, dirigidas a provocar la liberación de adrenalina en la sangre. El hecho de que solo los soldados estadounidenses son representados como humanos con razones nobles para su invasión mientras que los iraquíes no son más que enemigos sanguinarios sin rostros –incluyendo al francotirador siriano que sirve de antagonista a Kyle y que pudo haber funcionado de contrapunto al protagonista-, facilita el que la experiencia sea apreciada puramente como una película de acción, pero resulta difícil ignorar la glorificación de la guerra cuando las consecuencias se relegan a los márgenes.

Cooper es quien único se esfuerza por darle peso a un papel que en la página se lee como hermético y bidimensional a través de una sólida actuación que transmite a través de sutilezas y el silencio la guerra interna en la psiquis del personaje. Kyle –al menos en American Sniper- nunca quiso aceptar ni enfrentar los síntomas del trastorno postraumático que sufrió tras pasar más de 1,000 días luchando en Irak, y el filme está igualmente desinteresado en hacerlo.