Pertenezco a la legión de hijos abandonados por sus padres, y creo que no me equivocaría al decir que somos miles los integrantes de ese “club”. Afortunadamente, la vida no me privó de conocer ese amor tan importante, gracias a la intervención inmediata de mi abuelo y mi tío maternos, quienes ocuparon ese espacio con una devoción impresionante. Eran los años sesenta y mi familia se había mudado del campo a la loza, como antes se le llamaba a la ciudad. Y donde comían dos, comían seis, literal. Así que nos ubicamos en una pequeña casita comandada por mi abuela, con la intención de vivir apretados, pero felices.

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Mi abuelo, policía, y mi tío, entonces estudiante de Ingeniería, se vistieron de papás. Yo diría que se engalanaron. Asumieron el rol de tal forma que no nos hizo falta nada más. Es cierto cuando dicen que padre no es quien engendra sino quien cría, se los puedo asegurar. Ambos se metieron en alma, cuerpo y corazón en nuestras vidas procurando que no nos faltara nada de lo verdaderamente importante: amor, respeto, dignidad y solidaridad. Aprendí desde pequeñita a no extrañar a mi padre porque su espacio estaba lleno, bueno, a la verdad, rebosante. Por eso admiro tanto a quienes ejercen el rol de padres con abnegación, entrega, compromiso, responsabilidad y amor.

Es justo que se les celebre. ¡Por supuesto! Y no con paquetes de medias, camisetas y calzoncillos, sino con el reconocimiento pleno y contundente del trabajo que realizan en la crianza de sus hijos, ya sean biológicos, adoptivos, sobrinos, ahijados, nietos y hasta esos que se encuentran en el camino -sin ningún lazo familiar- y que llegan para quedarse, como si fueran hijos igual.

La vida me ha seguido regalando amores de padres. Me regodeo viendo el espectáculo de papás que son mi esposo, mis hermanos, mi yerno, mis amigos. ¡Soy una suertuda! Verles atendiendo las necesidades de sus pequeñines, animándoles en sus metas, colaborando para su formación individual... atestiguar sus esfuerzos para darles una buena educación, enderezándoles en su camino, incentivándoles, guardándoles de todo mal y aconsejándoles por su bien, me llena de emoción. Cambian pañales, alimentan, batallan contra enfermedades, es más, ya de grandes hasta apapachan las penas del alma y del corazón. Los brazos de papá son un bálsamo especial y maravilloso para el llanto.

Pero bueno, en este mundo extraño y descontrolado en el que las cosas no son todas como deberían ser, también veo a otro tipo de padres. Esos tienen el efecto de revolcarme las tripas e inundarme de coraje y frustración. Se destetan de sus hijos con una facilidad y frialdad impresionante, maltratan, ignoran, van por ahí de lo más campantes, despreocupados de su bienestar, tirándoles a la calle con desprecio. Son un espanto. A esos no debemos celebrarles.

Valore usted a los padres extraordinarios en su vida y pasado mañana, domingo, en ese día que se les dedica, abráceles apretado y fuerte y aproveche para decirles -si no lo ha hecho ya- lo mucho que les ama y lo fundamentales que son en su vida. Le aseguro que será su mejor regalo.