¡Ay santo, si el domingo es Día de Padres! Ay, ay, pérate que la columna de esta semana debería centrarse en esa celebración. Pero, pero, pero, déjame detenerme un minutito, que escribir sobre ese tema no me resulta nada fácil. Es que, quizás como usted y como miles de personas en este país y tierras lejanas o adyacentes, no tengo la referencia de lo que es un padre, porque el mío fue como “Casper the friendly ghost”, o como “Pluf el Fantasmita”: desapareció.

De buenos padres sí sé, afortunadamente, gracias a que mi abuelo materno y tío materno saltaron como un resorte y nos acurrucaron. A ellos se suman marido, hermanos, sobrinos y amigos de quienes he aprendido lo que es un padre sensacional, amoroso, solidario y presente.

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Lo cierto es que no existe una escuela para aprender a ser padres. La paternidad no se enseña, como tampoco la maternidad. Ya sabe, para las cosas importantes de la vida no hay manual, ni clases ni orientación, vaya, por lo menos algún curso basiquito en el que se nos hable desde pequeñines sobre la importancia de los roles que podríamos asumir, si es que eventualmente queremos hacerlo, claro está.

Pero, caramba, que tampoco requiere un grado universitario. Al contrario, ser un buen padre -como lo es ser una buena madre- nace de forma natural, orgánica. No es necesario pujar las buenas intenciones, porque estas aparecen tan pronto se les anuncia que una parte de sí llegará al mundo en unos cuantos meses convertida en un rollito oloroso a dulce de algodón. La culequería les estremece con una alegría distinta y fuerte.

¡Y claro que convertirse en papá produce miedo! No es para menos tomando en cuenta el mundo que nos ha tocado vivir. “Los bebés llegan con el pan debajo del brazo”, decía mi abuela, pero bueno, seamos honestos, que a veces el bollo no llega o llega de los pequeños, con los que apenas se prepara un sandwichito, con fortuna de mezcla.

Como les decía, la referencia que tengo sobre un padre me la proveyeron mi tío y mi abuelo, dos hombres excepcionales que nos abrazaron cuando el biológico se divorció no solamente de mi madre, sino de nosotros. Y eso es algo que, honestamente, no entiendo, quizás porque mi inteligencia es medianita y no concibe que el despegarse de una relación de pareja implique sacudirse de los hijos que procreó y a quienes, hasta entonces, supuestamente, amó con todas sus fuerzas. Coger la juyilanga no debe incluir dejar guindando a hijos e hijas, caramba.

Así que, bueno, para escribir estas líneas tengo que centrarme y concentrarme en los padres maravillosos que conozco, esos que me hacen creer en la paternidad combativa, la que apapacha, alivia, consuela, motiva, inspira y ama con todas las fuerzas y la transparencia del corazón. Para ellos, una lluvia de bendiciones que les refresque las ganas de seguir luchando por sus criaturas, salud para que el cuerpo aguante lo que venga, sea lo que sea, y tiempo para poder coleccionar momentos grandiosos que se conviertan en su álbum mental. También abundancia, ¡por supuesto!, de todo lo bueno… que quienes les rodean les regalen amor, bondad, compromiso, luz y paz todos los días.

Sabiduría para criar, fortaleza para caminar y risa, mucha, mucha risa que sane lo que haya que sanar. ¡Feliz día del Padre y felices todos los días!

Para los fantasmitas de la juyilanga, no. Nunca debe haber rencor, pero tampoco felicitación.