Mis hijos, y los hijos de la nueva generación, nacieron en la era de los teléfonos móbiles, de las computadoras, de las redes sociales, Google y Wikipidia, de los textos y el Whatsapp. Trajeron un chip integrado que les capacita para dominar todos los vericuetos de la nueva tecnología desde chiquitines, sin haberla estudiado. Yo no. Soy del siglo pasado. Del teléfono cuyo cable era una espiral que se estiraba para intentar hablar en el cuarto sin que nadie escuchara y que cuando se soltaba, se convertía en un enredo descomunal.

Teníamos las yemas de los dedos perfectas, porque no existía la necesidad del tecleteo constante ni hacíamos scroll down. Entonces, en la oficina del médico, en el laboratorio, el banco, el hospital, el correo y hasta en cualquier evento, hablábamos con quien teníamos al lado. Entablábamos una conversación en la que se compartían las dudas, las quejas y hasta las anécdotas. Para las tareas escolares usábamos la enciclopedia, una colección de libros grandes y gordos cuyas páginas estaban ordenadas alfabéticamente y desde donde copiábamos, a mano, la información necesaria en la libreta de la materia.

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Pedíamos direcciones para llegar a un lugar. El GPS era hablado: “después del tercer poste, a la izquierda, en el segundo árbol a la derecha y directo hasta pasar el kiosko de doña Juana”. Y así llegábamos a donde fuera.

No existían los juegos electrónicos, nos entreteníamos con el escondite, el chico paralizao, brincábamos entre las casillas dibujadas con tiza en la pelegrina, formábamos equipos de kicking ball y hasta organizábamos torneos. No había nacido Youtube, ni TikTok y mucho menos Spotify, así que agarrábamos una guitarra, la pandereta y hasta castañuelas, tirábamos una sábana en el fondo y hacíamos un show.

Era una vida simple, pero era una vida nuestra. No estábamos secuestrados por los artefactos electrónicos, por los algoritmos que nos persiguen con proposiciones de ofertas. No existían los influencers, los chismes se quedaban encapsulados y las opiniones se emitían en el entorno familiar o de amistad.

Era una vida buena, con múltiples defectos, pero buena en general, en la que se cenaba en familia, se corría detrás de la guagua del mantecado, se chachareaba en el balcón y se pertenecía a un cluben la escuela o en la iglesia como parte del proceso de socialización. Creo que el tiempo pasaba más lento, las épocas duraban más porque estirábamos las horas para sacarle el jugo y disfrutar cada cosa en su momento. Ahora en agosto aparecen los bártulos de Halloween y en octubre de repente ya es Navidad. Es más, prontito, en los anaqueles del país, veremos las tarjetitas, los peluches y los chocolates de San Valentín. No comprendo por qué tanta prisa, tanto apuro por brincarse experiencias y saltar etapas.

En ese escenario hubiéramos prestado más atención al gesto maravilloso de abrazo y solidaridad de la deportista Adriana Díaz hacia su adversaria, Bruna Takahashi, al ganarle en un sencillo femenino de tenis de mesa - que en mi época se llamaba ping pong - en los Juegos Panamericanos. Esa lección que nos ofreció de manera contundente y espontánea, no hubiera sido opacada por las cuchucientas mil vainas sin sentido que dominan la conversación en el país.

La hubiéramos recibido en el aeropuerto, con vítores y pompones, para agradecerle esa enseñanza que denota madurez, amistad y compasión. Tan necesarios los tres.