Eso de hablar con asistentes virtuales, definitivamente, no es lo mío. No me gusta y puedo asegurar que nunca me gustará. Yo necesito calor humano, solidaridad, alguien a quien contarle mis penas, mis dolamas, y que me pueda escuchar, aunque sea haciendo buche y apretando los dientes desde el otro lado de la línea telefónica.

Ay no, no me gusta esa nueva práctica de tener que enviar los referidos médicos y la tarjeta por un sistema de fax o a un número de WhatsApp para entrar en ese tobogán de permisos.

Usted le envía sus documentos -Jesús magnífico, que uno no sabe en manos de quién caen- y ellos piden autorización al plan médico que usted paga y que, por ende, deberían autorizar. Entonces, luego de esos trámites y de que sus documentos estén en sabrá Dios dónde, le llaman para darle una cita.

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Qué manía tan fea esa de tratarnos de manera tan impersonal, solicitando papelería que contiene información conducente a la privacidad otorgada por la Ley Hippa. “Nombe, no”. Y si el plan no autoriza, ¿qué hacen con mi información? ¿La engavetan? Terror me produce que mis cosas anden por ahí, so pena de que un ser diabólico las venda dentro de un banco de data o que cualquier charlatana las use inventándose que soy yo.

Son ASISTONTOS, robots sin alma que, por supuesto, no conectan con quien llama. Aparecen rapidito, con cuerpo de letras previamente tecleadas y dejadas ahí, pa’ cuando alguien escriba.

Sigo en mi cruzada de hablar con humanos y no con máquinas. ¡Me niego! Y no, no soy retrógrada ni de la prehistoria. Estoy bastante al día con la modernidad tecnológica, pero esos sistemas me provocan latidos en el hígado. El hígado no late, así que se imaginará usted cuánto es mi coraje.

La semana pasada, un guatapanaso horripilante en la cabeza -producto de una caída- me regaló una asomadita a lo lejos por el más allá. Del susto quedé tiesa y culitrinca, porque la muerte me da terror y no tengo deseos de ir a tocarle la puerta a San Pedro. “No por el momento”, le digo a Dios.

El cuento es que el golpetazo me ha obligado a esas gestiones de citas médicas catalogadas como emergencias. Es necesario confirmar que tenga todos los tornillos en sus debidas roscas, apretadizos, no sea que alguno ande por ahí, suelto o flojito.

Entonces me enfrento a las compus, a esos sistemas tan odiosos que le roban la oportunidad de trabajar a muchos. Bueno, a quienes quieren trabajar, porque hay miles que se han encasquetado el título de vagoneta y no lo quieren soltar.

- “¿En qué le puedo ayudar?”, me pregunta el sistema cuando, como última opción, decido escribirle al anuncio que publican en sus redes.

- “Estoy llamando a sus teléfonos para una cita, pero nadie contesta”.

- “Envíe su referido médico y la tarjeta del plan al fax (XXX) XXX - XXXX o por whatsapp al (XXX) XXX-XXXX y en cuanto tramitemos la debida autorización, le llamaremos para informarle fechas y horarios disponibles para su cita”.

- “Pero tengo varias preguntas…”.

No hay respuesta.

- “Quiero hablar con un humano”, insisto.

No hay respuesta.

- “Váyanse al carajo”.

No hay respuesta.