Vivimos desbocados, con demasiada prisa. Y total, muchas veces ni siquiera sabemos hacia dónde vamos. Somos los protagonistas de una tragicomedia diaria, como personajes atrapados en una telenovela gastada y barata, uno de esos dramones viejos que reprograman en la televisión.

Un ridículo colectivo en el que vamos de un episodio a otro, siendo el más reciente el papelazo del transformador, el maquinón de lujo (que no se nos olviden los cuatro millones de dólares que costó, por favor), que navegó leeeentoooo por los mares para llegar hasta Santa Isabel. Y trasladado, llegado y plantado, ¡boom! no funcionó.

Hasta parecemos un reality show televisivo por el que muchos ojos se asoman para observarnos. ¿Recuerdan aquella casa de cristal en medio de un centro comercial? Pues así.

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Nos movemos como autómatas por una carretera larga, flaca y llena de riscos en la que siempre hay un coche más grande empujándonos. Y nos conformamos. Eso es lo peor. Nos amoldamos y ajustamos a un patrón que nos está matando, que nos estruja, nos jamaquea y hasta nos chupa la alegría de vivir. Últimamente, hasta se nos han vaciado las fuerzas para protestar cuando las razones, por el contrario, han aumentado. Nos da pereza y caemos víctimas de un sopor que nos inmoviliza.

Hace unos años nos lanzamos arrojados y con pasión a sacar un gobernador. La creatividad se apoderó del país y las cacerolas sonaron por todas las esquinas. Pero no sé, ahora como que jugamos a chico paraliza’o. Ni siquiera el regreso del covid, que anda por ahí agresivo, atacando y arrancando vidas, nos ha remeneado.

Somos víctimas inocentes de la ineptitud, lo que nos provoca un nivel profundo de estrés que, a su vez, nos empuja a un diario vivir intenso y descontrolado. Ya tenemos cara de caldero, de caldero hirviendo y burbujeante de preocupaciones que no sabemos quitar del medio.

Vivimos para pagar -agua, luz, teléfono, cable, casa, carro, comida, medicinas…. y por ahí sigue la lista- porque se nos ha olvidado que llegamos al mundo para vivir. Fatal. Así que el estrés se convierte en ‘escuatro’ y ‘escinco’ y ‘esséis’, se acumula, y como resultado vamos por ahí prendiendo de medio maniguetazo, gritando al menor descuido, pegando bocinazos y escupiendo carajos. Punto y aparte el efecto que esta melcocha tiene sobre nuestro cuerpo que, al no poder aguantar más, explota como siquitraque y se planta en huelga y enfermo.

Bien que me lo decía mi abuela con su infinita y simple sabiduría: “Nosotros vivíamos mejor que ustedes, que son tan modernos. En el campo nos llenábamos la barriga con gofio, funche y plátanos. Teníamos poco y, con lo poco, éramos felices”. Años después, mi madre, en una versión un tanto más modernita, me lo repetía: “Tienes que aprender a simplificarte, para que vivas más y tu andar sea más liviano”.

Difícil encomienda esa de simplificarse. Los sucesos que estremecen nuestra tierra y nuestro planeta van dejando su huella. La tierra tiembla por algo, sospecho que por lo harta que está de ser violada y abusada. Mientras tanto, en los recovecos de nuestro interior, se nos ha perdido la paz.

Creo que es hora de aprender a vivir despacio.