“Prepárate para vivir con ellas puestas hasta diciembre”, ha dicho Marido en tono mandón sobre las tormenteras, unas planchas de metal plateado horrorosas que creo que han cumplido ya sus 20 años y que viven durmiendo en los recovecos del techo so pena de que les aterrice encima una semilla y entre las rendijas les crezca una mata.

El sancochamiento y la oscuridad se ciernen sobre mi vida… pero qué le voy a hacer si tan pronto vimos la pelota desorganizada y loca que era la tormenta Ernesto el pobre se escocotó y sudó la gota gorda atornillándolas. “Hidrátate, no sea que te dé un soponcio”, le contesté en mi mejor tono, aunque por dentro repito la frase que decía el público a coro en aquel programa televisivo cuyo nombre no recuerdo: “quiere llorar, quiere llorar, quiere llorar”.

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No sabíamos cómo sería el azote de Ernesto, sólo que se nos venía encima y que debíamos rogar para que una soplaíta lo alejara. Desconocíamos si sería liviano y misericordioso, o fuerte y cruel, y cuántos segundos nos duraría la luz tan pronto comenzaran las bandas de lluvia y los fuetazos de viento. Menos mal que subió y nos pasó de refilón, y aún así nos inundó y dejó sin energía a media Isla.

Bromeo con el asunto de las tormenteras, que compramos a plazos luego del tutazo del huracán Hugo, porque no me queda otra que tomar estos sucesos meteorológicos e incontrolables con humor. Bastante estrés que se nos enciende de manera individual y colectiva tan pronto aparece en el mapa alguna pelota o pelotita. El PTSD (síndrome post traumático) se activa y como único puedo domarlo para conservar la cordura y espantar los miedos es agarrándome a ese humor que los puertorriqueños sacamos a pasear como medicina para el alma.

Las tormenteras, amiga y amigo que me lees, fue nuestro primer paso para prepararnos. Estábamos recién casados cuando Hugo nos pasó por encima y del susto iniciamos un plan para proteger la casa y, años después, a los cuatro seres que han salido de mi barriga. Y no sé si a usted le pasa, pero esta casa es el refugio de todos. Aparecen hijos, hijas, yernos, nietas y cualquier otro ser de la familia que necesite posada.

Tiene que ser así -preparaditos nos vemos más bonitos- porque estamos en el mismísimo medio de esa ruta horrorosa de los sistemas. Salen del África y siguen por ahí, chinguín chinguín, directito por aquí. Algunos se desvían, otros nos han pegado como dardos. El corre y corre a última hora me pone los nervios de punta. Y saber que hay familias vulnerables a los estragos me rompe el corazón. Pero estamos en plena temporada, en el momento idóneo para el “perfect storm” y hay que andar los pasos necesarios. La cantaleta debe ser continua, porque en la cotidianidad nos olvidamos.

¿Las tormenteras y el sofocamiento que provocan? Pues ni modo, aunque mire usted qué suertuda soy, que en estos días he comprendido que todo tiene un propósito y el de esas planchas es amortiguar la fiesta patronal que tienen los trabajadores de la construcción de una casa vecina. No les veo, pero les escucho y les imagino entre espátulas, sacos de cemento y mangueras chorreando agua, mezclando y empañetando mientras bailotean con esa bachata a to’ volumen que se escucha hasta acá y que les sirve de fondillo musical para los cuentos que comparten en alta voz también.

Yo no me quejo, ni les digo nada, soy incapaz de interrumpir su alegría… la vida es bastante jodida como para no bailarla.