Éramos seis mujeres sentadas en la salita de espera de un consultorio médico, cada una llevando a cuestas sus preocupaciones de salud o sus dolencias.

El silencio, fuera de toda lógica cuando hay un grupo de mujeres juntas, es impresionante. Cada cual está metida de narices en el teléfono, incluyéndome, “escroleando”, leyendo, escuchando o tecleteando.

Años atrás este tipo de junte -en cualquier espacio común- desencadenaba conversaciones y chácharas, aunque las protagonistas de la espera no se conocieran. Se compartía remedios o información que muchas veces resultaba de utilidad para alguna, se aconsejaba, se consolaba en solidaridad, se expresaban quejas por dolamas, y hasta se hacían chistes que provocaban carcajadas.

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Los aparatos supuestamente inteligentes -porque inteligentes son quienes los crean, los programan y los alimentan con información- nos tienen secuestradas y secuestrados -digo, porque con los hombres pasa igual- a nosotras y a millones de personas más.

¿Y qué me dice de la fila del banco, una cola larga como culebra, en la que hablábamos con el de adelante, con el de atrás o con quien nos quedara al otro lado del sorullo de velvet rojo moretón que dividía el espacio y formaba el caminito hacia los oficiales de turno? Me refiero a aquel tiempo en el que no existían las transacciones en maquinitas y mucho menos las aplicaciones que nos permiten ver el estado de cuenta, transferir y hasta tomarle foto a un cheque para convenientemente depositar desde cualquier lugar.

Hemos perdido la costumbre de comunicarnos. La hemos dejado tirada por ahí, perdida en cualquier recóndito lugar, olvidada en los recovecos que aparecen en esa pequeña pantalla que nos presenta cuchucientas mil opciones para aprender, solucionar y hasta husmear. La tecnología se la ha tragado.

Será por eso que no nos ponemos de acuerdo en las cosas importantes para el bienestar del país, porque la mayoría -y aquí sí que no me incluyo- está embelesada con el rompimiento de aquellos, la caída de aquella, los bolletes patrios y hasta los enredos, desenredos y amoríos de Tekashi y Yailín.

¡Válgame Cristo amado! Las menudencias que ocurren en todos los ámbitos -farándula y política, especialmente- nos nublan la mente y nos mantienen bobejos, atontados, bombardeados de pacotilla que nos ocupa espacio en el cerebro. Fatal.

Y más fatal es que lo permitamos, que nos conformemos con no ocupar una silla en la mesa redonda en la que se discuten temas en los que debemos inmiscuirnos porque sí, tenemos vela en ese entierro -de las grandes y embutidas en un frasco de cristal alto- y no queremos que suceda. Anuncian un nuevo aumento en la luz, arrestan a charlatanes que juegan con los medicamentos y por ende la salud, siguen comunidades sin agua, engorda el precio de los alimentos que componen la canasta básica… ¿seguimos?… los viejitos son abandonados, los niños abusados, las mujeres son asesinadas, los animalitos maltratados, las carreteras están a oscuras, entre otros y entre tantos.

Y así se nos pasea la vida, en el embelesamiento, mientras otros, que son pocos en cantidad, sacan la cara por nosotros, abren la boqueta, y protestan. A esos los descuartizan, les caen toneladas de chinches y críticas. Pero piense usted, y piense detenidamente, cuánta falta nos hace hablar, ponernos de acuerdo y reaccionar.