No me gustan las muñecas
“Con mis hijas pasó igual, excepto con Trini y Kimberly, las Power Ranger rosa y amarilla por las que casi tuve que pelear en una tienda”.
Nota de archivo: esta historia fue publicada hace más de 2 años.
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Nunca me gustaron las muñecas. No nací con la habilidad de hablarles o de fabricar diálogos entre una y otra, mucho menos entre Barbie y Ken, que me parecían dos tontos. Lo mío eran las maquinillas, el hornito Kenner para hacer bizcochos plastosos de chocolate, el View Master, que me permitía asomarme a otros mundos, el spirograph para garabatear y todo lo relacionado a la música, desde instrumentos hasta radiolas. Por supuesto, la bicicleta -que era lo máximo- y la patineta, que me dejaron sendas huellas.
Con mis hijas pasó igual, excepto con Trini y Kimberly, las Power Ranger rosa y amarilla por las que casi tuve que pelear en una tienda. La lista de mi hija mayor incluía juguetes electrónicos -especialmente el Tamagochi-, efectos deportivos y todo lo relacionado a Justin Timberlake y el grupo N’ Sync.
La segunda pedía bicicletas, después la scooter y productos de maquillaje. “Mallikaje de niña”, decía. De adolescente pidió una minga, una cabeza de maniquí con pelo real. Le cambiaba el color del cabello con unos emplastes del más allá, tejía carreteras de trencitas y como coronilla final, les cortaba el pelo. Las mingas quedaron prohibidas cuando me tropecé con una al bajar a la cocina una madrugada. La había dejado tirada, así que entre la oscuridad y el sueño le metí un bimbazo con el pie y rodó. Sufrí un susto tal que rompí la solemnidad de la noche gritando histérica. Hasta ahí llegaron las susodichas.
Mis hijos gemelos nacieron con el chip que traen en el cerebro los niños modernos, que les inclina hacia todo lo que tenga cables, botones y teclas. El Nintento DS, el Gamecube, los carros con controles remotos de alta tecnología… Punto y aparte fue la llegada al universo infantil de Pokemón, una colección de criaturas en forma de muñecos de todos los tamaños y en lo más codiciado: las cartas. En materia de muñecos no me olvido de los Transformers, Bumble Bee y Optimus Prime, por los cuales padres y madres casi se halaban los pelos.
Respiré agradecida cuando mis hijos crecieron, porque la tarea de comprar juguetes para Navidad y Reyes Magos me resultaba complicada. Había que salir disparada a comprar antes de que se agotara lo que estuviera de moda y competir con otros padres y madres que buscaban lo mismo.
Pero ahora estoy de regreso, la abuelitud me mueve a tomarme el asunto en serio para que mi nieta pueda disfrutar al máximo su infancia en un mundo bastante lastimado por los adultos. Así que me he metido en cuerpo y alma por los pasillos de una farmacia para encontrar a Lambie, una oveja con rostro simpaticón, y su compañero Stuffy, un dragón azul y tontón que la acompaña.
Encontrarlos fue un desafío, pero por mi nieta hago lo que sea. Así que me trepé en una tablilla, so pena de caer reventada y esguabiná, para alcanzar con la punta de los dedos los únicos que quedaban, atraparlos y casi correr hacia la caja registradora como si fuera un campo de fútbol.
Por fortuna, a Catalina parece que no le llaman mucho la atención las muñecas. Los animalitos sí, especialmente los elefantes y las jirafas. Y para ella, que ha nacido en un mundo de teléfonos inteligentes y otros aparatos con todo tipo de vainas, lo máximo es el arte. Libros de pintar, cartulinas, lápices de colores, crayolas, marcadores…. Pero acá entre nos, tomando en cuenta el mundo que le estamos dejando en herencia, soy capaz de comprarle la muñeca que sea y hasta hablar con ella.
Sesentona y puertorriqueña, esposa, madre de cuatro, abuela pandemial, profesional de las Relaciones Públicas, bloguera, colaboradora de televisión, opinionada, pizpireta y autora de TiTantos. Seguida por miles de mujeres que se ven reflejadas en sus columnas, escritas con un estilo liviano, divertido, lanzado y hasta dramático, y basadas en la cotidianidad de la vida de una mujer.
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