Al paso que vamos, supongo que el año que viene estaremos forrados de decoraciones de Navidad desde el mes de septiembre.

Las luces, guirnaldas, los arbolitos artificiales y sus adornos no durarán mucho en sus cajas. Creo que andamos de prisa, ansiosos por celebrar, por sentir ese llamado “Christmas spirit” que nos sacude el alma para, por lo menos durante unas semanas, olvidarnos de dolores, decepciones y todo lo demás que nos enfanga.

Las celebraciones se apresuran y se pisan los talones. Estamos necesitados de felicidad.

Igual nos pasa con los certámenes y con todo evento en el que una persona o grupo nos represente. La pasión se nos brota, se desparrama, y nos enlazamos en un frenesí colectivo por ganar, por gritar frente al televisor, por desmenuzar los detalles del evento y destacar las virtudes de esa persona que ganó para nosotros.

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Y cuando no sucede… cuando no sucede se nos deshidrata el alma y se escapa un coraje que estiramos mediante comentarios duros y feos varias semanas.

Se le echa la culpa a un traje.

Un vestido se ha convertido en el centro de la culpa. Supuestamente, es el causante de que nuestra representante a Miss Universe, la espléndida Jennifer Colón, no haya avanzado a un cuadro de cinco finalistas y que finalmente no sintiera en su cabeza el peso de una corona a la que han llamado Luz del Infinito y que ha sido adornada con perlas del Mar del Sur, zarcillos de oro y diamantes y montada en una diadema de oro amarillo.

Diantre, por lo menos cien niños irían a la escuela con lo que debe costar.

Nuestra incapacidad para asumir que perdimos es casi absurda. Chinches le han caído a quienes crearon ese vestido que ha desatado la discordia en los foros sociales, que se convierten en un hervedero de opiniones. Estamos tan enfocados en ganar que se nos olvida lo verdaderamente importante: el maravilloso proceso de lucha por llegar a una meta, por cumplir un sueño. Que de eso se trata la preparación para un certamen, para un juego y hasta para una pelea de box.

Jennifer es una mujer privilegiada. Años después de una primera participación en el concurso local, con 37 años y tres hijos, se le presentó la oportunidad de competir otra vez. Y las segundas oportunidades tienen un valor incalculable.

Ella ansiaba ser Miss Universe tal y como otras persiguen ser astronautas, ingenieras o maestras. Ese era el sueño que acariciaba y el universo se confabuló para que las reglas se expandieran y pudiera lograrlo.

En la disciplina del coaching decimos que el proceso es lo más importante en la intención de lograr una meta. Descubres tus fortalezas y echas mano de ellas, descubres tus debilidades, las analizas y las refuerzas; y vas transformándote. Si vivir ese proceso es impactante, imagínense cuánto lo es cuando en el esfuerzo se carga en el corazón con un pueblo entero.

Jennifer ganó la oportunidad de cumplir lo que tanto deseó. No creo que el vestido sea el responsable. Ella combatió la debilidad de su cuerpo -estuvo en el hospital- echó mano de su fuerza interior y se transportó por esa pasarela con aplomo y seguridad para llevar sus posibilidades al máximo. No ganó, pero ganó.

Y nosotros no deberíamos confundirnos. Para celebrar no hay que tener corona y cetro, tampoco cintas o trofeos, sino la satisfacción de haber estado bien representado y la conciencia de que una de las nuestras hizo su sueño realidad.

Si tenemos necesidad de experimentar la felicidad del triunfo, démosle al triunfo otro significado. Y seámoslo.