Hace un tiempo me encontré con una amiga. “Niña, ¡te ves divina!”, exclamé. “¿Pero qué te has hecho que te ves tan bien?” Me respondió con una sonrisa pícara y de forma clara y escueta: “Me divorcié”.

Tengo un grupete de amigas a las que el divorcio, después de reventarles los capilares del corazón, les ha dejado uno nuevo y en espera de amar otra vez. Así que van andando livianas, como flotando, disfrutando de un alivio que nació en el preciso instante en que tiraron al suelo la carga que les mantenía con la espalda doblada y descalzas en un sendero de sufrimientos, dolores y faltas de respeto.

Lucen espectaculares, relucientes como esos tazones victorianos adornados con florecitas y en espera de un baño de té. Es que de regreso a la soltería se van tragando la libertad a cucharones -azucarados, por supuesto- lo que les ha puesto la piel de porcelana otra vez. Y el espíritu. Y el alma.

Creo que es la recompensa por haber atravesado un tramo inesperado y lleno de espinas que, irónicamente, les ha sentado bien, maravillosamente bien. Les ha nacido un nuevo cuerpo, el corazón les late de nuevo, la boca se les hace agua y los pelos se les erizan otra vez. ¡Todos! Han recobrado la existencia. Viven por segunda vez.

Abren la puerta de la vida y salen a la calle con ventaja. ¡De algo les ha servido el llanto! Los ojos, de tanto lavarse, quedan como un canvas, un pedazo de tela desnudo al que le apetece ser coloreado. Así que miran la vida con sabiduría, confiadas en que andarán a paso seguro y relamiéndose de gusto.

El trago amargo del divorcio las desvistió de responsabilidad. ¡Al carajo tanta ropa para lavar, el deber de cocinar, la limpiadera y el fregoteo! Uno menos en la casa es eso, uno menos. La madurez las cubre de un fino manto de misterio, un aroma a mujer interesante. Sentirse libres es el mejor tratamiento para el corazón, para las arrugas, para el cuerpo y hasta para el pelo. Algo bueno les tenía que quedar después de arrastrarse de dolor cada vez que sentían una punzada a su dignidad.

De la suma y la resta de lo que me han contado, lo que más me choca es el trozo de historia que unas y otras comparten: han respirado un fracatán de años al lado de un señor que ahora les resulta totalmente extraño. Muy dulcecito en sus comienzos y tan amargo en el final. Muchas palabras bonitas y una recua de insultos en el final. Tanto deseo en el principio y tanto desprecio en el final. Un buen día a estas mujeres se les dilatan las pupilas y quedan estupefactas ante ese hombre que se ha convertido en nada menos que en una gárgola. Fatal.

Días, semanas, meses y años, el tiempo de recuperación es distinto para cada cual. Y el de sanación también. Cada una bota el golpe en su momento. Y en lo que eso sucede, el tiempo va frotando el corazón y guardando los recuerdos viejos para acomodar los nuevos. Supuestamente es el final, pero mis amigas divorciadas se topan con un letrero que tiene escrito en mayúsculas la palabra “COMIENZO” y que las tienta con una alfombra roja, rojísima, repleta de aventuras y emociones que les invitan a caminar.

Será por eso que lucen divinas, espléndidas, fantásticas… listas.