No, no me refiero a ese sorteo de chavos gordos que realiza la Lotería y en el que media humanidad coloca sus esperanzas de resultar premiado para cumplir sueños y necesidades, que van desde darse un viajecito hasta saldar la casa. Ya quisiéramos muchos sentir el tucutucu de la emoción, el apretón de garganta y dar saltitos en una sola pierna al saber que nos tocó.

Me refiero a la EXTRAORDINARIA oportunidad abrir los ojos cada día, cosa que damos por sentada -for granted, dicen en inglés- sin tomar unos segundos para caer en cuenta de lo afortunados que somos en este bendito país.

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Es cierto, nos hemos convertido en un impuesto que flota en las tibias aguas del Caribe. Nos cobran por todo, por respirar y por vivir. Impuesto al sol, al agua, al pasto, a la grama y a la montaña, impuesto por gordura, por delgadez, por color de piel, por el pelo rizo, lacio o con canas. Impuesto si reímos, si lloramos y si nos quejamos -¡horror!- ahí nos va otro también. Impuesto a la pana que se cae del palo, al mangó que se pudrió en el árbol, al ramillete de quenepas. Impuesto si vas al concierto, al teatro, a la iglesia y si te sientas en la acera, con tus vecinos, a tomar el aire y unos traguitos, ¡cuidado!, que te clavan con un impuesto creativo, innovador y antipático.

Entonces esos impuestos y esa carga que nos va cayendo encima y doblando la espalda nos nubla la vista y nos pone en riesgo de perdernos la EXTRAORDINARIA experiencia de un día más. Muchos no la tienen porque los problemas del bolsillo y, especialmente, las enfermedades del cuerpo raptan la posibilidad de percatarnos de que existimos. Es más, hasta se cuestiona, se reclama y se reniega. Pero a otros, los que afortunadamente estamos más o menos bien, se nos escapa lo grandioso de estar vivito y coleando, tener un buchito de café, que el mar esté ahí, quieto, listo para regalarnos su inmensidad y consolarnos. Y por ahí pa’ bajo.

Valorar la vida se ha vuelto un ejercicio complicado para el cual hay obligarse a sacar tiempo y meditar -inhala, exhala- porque el diario nos asfixia, nos ahoga y nos arrebata la sensación maravillosa de existir.

Ahora que entramos a la Semana Santa y a pesar del tiempo que dedicamos a al campo, los ríos y las playas, además de vagonetear en la casa, deberíamos dedicar unos instantes a practicar la valoración y la gratitud. No importa que usted se congregue o no, que asista a la iglesia o no, a todos nos sentaría de maravilla detener la marcha del jelengue para reflexionar, agradecer y percatarnos de lo bendecidos que somos.

No seremos ricos ni nadamos sobre billetes de cien, pero no nos falta el candunguito de arroz, el agua -hasta una cervecita- y hasta la “mistura” para acompañarlos. Somos felices compartiendo en la barra de la esquina, en un cafetín cercano, en las calles santurcinas, en las plazas sanjuaneras y en las de cualquiera de los municipios del país. Con poco tenemos para pasar un rato bien y sacudirnos de lo que nos golpea y abate porque en nuestro interior tenemos la grandiosa capacidad de reír, que nos salva unos instantes de las penurias y dolamas.

Pasemos, pues, revista y aprovechemos los días santos que vienen por ahí para agradecer la EXTRAORDINARIA OPORTUNIDAD DE VIVIR.