Ayer fui a mi oficina en la Universidad del Sagrado Corazón, y allí me esperaba un sobre amarillo con un sello.

En una letra grande y temblorosa decía, simplemente, “Gabriel Paizy”. La persona que me enviaba la carta solo había escrito mi nombre, sin una dirección de destinatario. Me imagino que, por alguna coincidencia de la vida, en la oficina del correo alguna persona sabía quién yo era y dónde trabajaba. Así pues, la carta llegó a mí, tres meses después de haber sido enviada.

Al abrir el sobre, me encontré con dos hojas de papel arrugadas y maltratadas por la lluvia. Sobre ellas, un texto escrito a mano con una caligrafía como las de antaño, con todas las letras cursivas conectadas las unas con las otras, que reflejaban un leve temblor.

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La carta estaba fechada “Viernes 22 de agosto de 2024″. De salida, la persona me advierte que “no acostumbro a hacer estas cosas, pero hoy no lo he podido controlar”. De más está decirles que ya, en ese momento, me consumía la intriga.

“Mi nombre es María. Nací en un pequeño barrio de la ciudad de Arecibo… hoy tengo 94 años y sigo siendo una negrita feliz”.

Me parece increíble que una mujer de casi 100 años haya decidido escribir una carta con el propósito de dar las gracias “por llevarme a través de mi infancia”. Tal parece que ese día ella había leído mi columna titulada ‘Las frases de mi mamá’ en la que hablaba de expresiones que mi progenitora me decía cuando yo era niño sin conocer su procedencia; frases como “eres más sordo que una tapia” (¿qué es una ‘tapia’?), “te voy a poner como chupa” (¿qué es una ‘chupa’?), “ese muchachito sabe más que las niguas” (¿qué son las ‘niguas’) y “eso es del tiempo de las guácaras” (¿qué son las ‘guácaras’).

María continuaba: “Mi barrio era de negros, mulatos y un poco de gente blanca… nosotros vivíamos de la zafra y, cuando terminaba, vivíamos de la pesca. Vivía entre el mar y el río, éramos tres amiguitos y siempre estábamos pescando camarones, jueyes y guabinas”.

Doña María me confesó en su carta que aquel artículo que leyó en Primera Hora, mientras esperaba por su doctor, la hizo “volver a recorrer los callejones de mi barrio, y a recordar a mi abuela, que fue quien me crió, cuando me buscaba por la playa y yo me escondía por dentro de las mallas y ella no me encontraba. Cuando llegaba mi papá de pescar le decía: ‘Mira, ese jicaco mora’o no me hace caso… mira a ver lo que tú haces con ella’. Mi abuela era una mujer blanca, un poquito racista, pero a pesar de eso me quería”.

Y, como si fuéramos amigos de toda la vida, María comenzó a referirse a mí por mi apodo:

“Y, Gaby, me has hecho tan feliz. Quisiera invitarte a mi casa a beber un poco de café negro con unos sorullitos, si tuvieras un ratito libre. Mi casa queda atrás del municipio de Arecibo, en una casa azul con cinco palmitas al frente”.

Bueno, María, es usted quien me ha hecho feliz a mí. Cuando uno más lo necesita llegan, como un milagro, mensajes de personas maravillosas.

Hoy, como una verdadera ‘acción de gracias’, voy rumbo a Arecibo en búsqueda de su casa azul con cinco palmitas al frente para sentarme con usted a tomarme ese café negro y probar sus sorullitos, a la vez que revivimos, juntos, aquellos preciados recuerdos de nuestras infancias…