El regreso escolar
La escuela pública era un centro de aprendizaje educativo y de socialización fantástico...
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La bandeja era de un color plateado opaco, con divisiones de distintos tamaños en las que las trabajadoras del comedor escolar colocaban arrocito blanco, habichuelas, jamonilla, maíz y -en los recuadros más pequeños- el vasito de plástico duro y transparente con leche y el melocotón, la piña o la ensalada de frutas.
El comedor escolar tenía un olor especial enmarcado en el sonido de los cucharones que raspaban las ollas y que movían de aquí pa’ allá las señoras que, de tanto vernos, ya se sabían nuestros nombres y nos trataban como familia. Mientras tanto, en las mesas se desarrollaba una cháchara infantil en la que predominaba la algarabía y la risa.
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Las loncheras eran de lata, con dos simiñocos de metal con los que se abrían, e ilustradas con los personajes de la época. ¿Los bultos? ¡Gigantescos! Pesaban un quintal y el cargueteo era agotador. Eso de que tengan rueditas es un asunto de la modernidad. En mi época había que reventarse el lomo cargando el bulto, lo que dejaba las manos engurruñadas y artríticas.
Y ni hablar de las versiones electrónicas de los libros, esas no existían siquiera en el abanico de posibilidades de la mente de quien los inventó. Los libros los suplía la escuela, nosotros los forrábamos, y tenían un olor maravilloso a página gastada y lección aprendida.
Los uniformes eran sencillos. Jumpers o pantalón, camisa blanca y unos zapatos bodrogos que nos compraban, con suerte, en Thom McAn. No recuerdo que existieran los uniformes de Educación Física, clase que constaba de correr, brincar cuica y jugar tira y tápate o ‘kicking ball’ con una bola. ¡Éramos tan felices! Hasta el muñeco ‘Macario’ nos alegraba de vez en cuando con las ocurrencias que intercambia con el ventrílocuo que lo manejaba.
La escuela pública era un centro de aprendizaje educativo y de socialización fantástico, en el que podías, además de estudiar, pertenecer a la tuna, al grupo de poesía coreada, al coro, o exhibir tus obras en el salón de Arte. ¡Era una maravilla! También era centro de vacunación. Íbamos todos en filita india hacia el salón destinado al puyazo, que te lo daban con una pistoleta grande que en mi mente recuerdo como una especie de taladro. ¡Bastante miedosa que iba!
Hoy la cosa es distinta. Quedan pocas escuelas y las que sobreviven batallan para subsistir. Hasta los colegios se están extinguiendo en esta sociedad rancia en la que se le asigna más atención a cualquier pendejada que a la educación. Como si no supieran que el aprendizaje es LA plataforma, LA puerta, LA esperanza para que disfrutemos de una sociedad educada, evolucionada, comprometida, productiva y exitosa. Y feliz.
Así que toca a aquellos que no tienen una buena escuela pública cercana a su casa, hacer el esfuerzo y pagarle a sus hijas e hijos un colegio. ¿Sabe cuánto cuestan los colegios? ¡Pues una millonada! Y ni hablar de la vestimenta, los libros y los materiales.
Afortunadas y afortunados quienes ya hemos pasado esa etapa y ahora podemos tomar un poco de respiro. Y benditos sean todos los papás y mamás que se dejan la piel y el corazón haciendo un esfuerzo para que su prole se prepare académicamente y que siga existiendo el regreso escolar.
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Sesentona y puertorriqueña, esposa, madre de cuatro, abuela pandemial, profesional de las Relaciones Públicas, bloguera, colaboradora de televisión, opinionada, pizpireta y autora de TiTantos. Seguida por miles de mujeres que se ven reflejadas en sus columnas, escritas con un estilo liviano, divertido, lanzado y hasta dramático, y basadas en la cotidianidad de la vida de una mujer.
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