Los abuelos que cuidan nietos son unos titanes. Titanes de la llanura, como dice la frase que antes se usaba muchísimo y que ahora casi ni se escucha.

Resulta que, en este par de semanas previas al comienzo escolar, el cuido de los niños se queda en un hilo, guindando. Las escuelas cierran para preparar los planteles para el regreso de los estudiantes y los maestros disfrutan de sus últimos días de vacaciones, aunque se reintegran antes de que la matrícula en pleno inicie el semestre escolar.

Los centros de cuido hacen lo propio porque también ellos preparan sus facilidades y su personal descansa, así que son muy pocos los que se mantienen abiertos durante la última semana de julio y la primera de agosto.

Hasta los campamentos cesan, cosa que me extraña porque siendo tan buen negocio y con tanta necesidad, deberían extender su final.

Entonces, en lo que ocurre esa vuelta a clases, las madres y padres que trabajan se vuelven un ocho, un nudo con ramificaciones estresantes, buscando dónde dejar a los niños y quién los puede cuidar.

Aquellos que trabajan remoto, tienen que ingeniárselas para entretenerles y cuidarles mientras permanecen conectados y atienden alguna tarea o reunión. Digo, porque mantenerse petrificado frente a la computadora para el trabajo puede significar que, en un descuido, encuentre a sus niños trepados en algún mueble, entripados porque abrieron la manguera o haciendo cualquiera de sus ocurrencias. Ya les digo, es una época de alto nivel de estrés para los padres trabajadores.

En mi caso, tengo la suerte de haber olvidado cómo logré trabajar con cuatro muchachos en la casa y mi marido atado a la oficina de forma presencial. Creo que fueron unos tiempos tan fuertes que el recuerdo fue a parar a ese lugar del cerebro destinado para los trozos de vida que no queremos recordar.

Al principio conté con la ayuda de mi madre, pero luego de ella morir, sobreviví porque a Dios no le quedó otra que darme la fortaleza y la destreza para hacer malabares entre mis hijos y mi trabajo full-time.

Los abuelos son determinantes en ese espacio del calendario en el que los infantes están de vacaciones. No sé cómo lo logran o cuál es la fórmula para salir cuerdos y victoriosos, porque yo, con dos nietas pequeñas -de tres años una y la otra de once meses- termino casi a nivel de sala de emergencia. Exhausta y estrasijá.

Desayunito por aquí, meriendita por allá, almuercito, baño, otra merienda… y súmale que necesitan moverse, jugar y divertirse, porque nacen con un cable 220 que no se extingue jamás.

Mientras tanto, ruego que se agarren una siesta, a ver si puedo trabajar. No todas las sesentonas estamos retiradas y podemos tomar el té con galletitas. ¡Ya quisiera yo! Entonces aplica lo de niño pequeño problema pequeño; niño grande… ¡peor! En la preadolescencia se aburren, quieren salir, compartir con sus amistades, comen como termitas, y uno quiere evitar que estén pegados todo el santo día al teléfono o a las consolas de videojuegos. Ya les digo yo…

Cuando no existen los abuelos debe ser un horror. Ese es tema aparte. Las vacaciones deberían ser colectivas para niños y padres. Sí, ya sé, no es fácil y estoy “tripeando”, pero bueno, nada se pierde con soñar. ¿No les parece que sería genial?