Mañana, sábado, haré el ridículo, se los digo desde ahora. Mi talento para el deporte es inexistente. Cero, nada, “none”. Pero ahí estaré, en el Solá Morales de Caguas, para celebrar la peseta de vida de este diario con un partido de softball en el que, les aseguro que gozaremos un montón.

La invitación para participar en este partido -para el cual lo único que puedo prometer es cantar el chi jí, chi já, chi já ja já- me recuerda las horas, días, meses y años que comí cancha, obviamente no como jugadora, sino como madre de una. Mi hija mayor se metió de nariz en el deporte desde pequeñita. A mí me pareció genial, porque el deporte -así como la música y el arte- es una disciplina extraordinaria que desarrolla destrezas, ensalza capacidades y ofrece la magnífica oportunidad de socializar en un ambiente positivo y sano.

El deporte le permitió a mi hija proponerse una meta y luchar por ella. Recuerdo cuando aprendía el saque en voleibol. Tendría unos diez añitos y no lograba pasar la bola por encima de la malla. Pero le dio, le dio y le dio hasta que lo consiguió. Su madre, sintiendo un gozo en el alma y en su ser, hizo el contoneo de la ola, sola y en esas escaleras de cemento que le aplanan el alma al que sea. La enseñanza fue contundente. Cuando quieres lograr algo, inténtalo, insiste, aprende, no te quites. Quizás no logras ser la mejor que dispare ese saque, pero el hecho de que la bola pase hacia el otro lado de la cancha te confirmará que el esfuerzo no ha sido en vano, que puedes. Y así, en la mayoría de los aspectos de la vida.

Mi hija continuó jugando hasta entrar en la universidad. El deporte -al que se sumó el soccer- la mantuvo activa, saludable, ocupada. Mis otros tres hijos no siguieron su camino. Lo suyo siempre fueron otras disciplinas. Pero los cinco -marido, hijos y yo- nos gozábamos los juegos, preparábamos las meriendas, repartíamos el agua y, sobre todo, mostrábamos solidaridad gritando, cantando y haciendo de “cheerleaders” para el equipo.

Las canchas y parques de Puerto Rico -en escuelas y comunidades- deberían estar espléndidas, arregladas, perfectas para el uso y disfrute de nuestros niños, desde la infancia hasta la adolescencia. Deberían contar con equipos nuevos, vigentes, limpios y relucientes, espacios destinados para el descanso, fuentes de agua y todo lo necesario para que la experiencia deportiva sea fenomenal. No entiendo cómo se invierte dinero en toda clase de pendejadas y las áreas en las que se practican deportes se dejan al descubierto, abandonadas a su suerte, maltratadas por los eventos de la naturaleza, descuidadas, sucias y sin mantenimiento. No podemos ser una sociedad saludable sin deporte, sin música y sin arte como alternativa real y educativa para todos los hijos de Puerto Rico. Y el deporte, además, es entretenimiento. Entretenimiento del bueno.

Da coraje que haya tanto ple plé por esto y por aquello, por tantas nimiedades, y no se ponga atención y dinero en las disciplinas que pueden ser una salvación. Sí, porque el deporte salva, salva e inspira, inspira y motiva, motiva y abraza. El deporte une, inyecta esperanza y sacude con un regocijo colectivo que siempre hace falta.