Cada día de elecciones, mi abuela Aurora se levantaba al amanecer de Dios y se plantaba frente a la pequeña estufa de gas para colar varias tandas de café en media. Con una parsimonia impresionante mezclaba el elixir fuerte y prieto con una lata de leche evaporada que rellenaba luego con leche normal, la homogeneada, creo.

Continuaba añadiendo varias cucharadas de azúcar y batiendo esa mezcla que despedía un aroma a gloria que recorría la casa y nos despertaba.

Era momento de decidir quién llevaría las riendas del país, de rajar la papeleta, decía ella, “pero con el estómago vacío no se puede votar, porque el hambre y el retortijón de tripas nublan la conciencia porque te ataca la prisa, mija”.

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Tan pronto estaba listo el café con leche término -con el color intermedio entre el negro y el bibí y el dulzón perfecto- Aurora lo vertía en unos cuantos termos que siempre había guardados en la casa para emergencias de hospital. Entonces, continuando con su misión, abría en dos y a lo largo un bollo de pan que mi abuelo Modesto había comprado al amanecer también de Dios en la panadería, calientito y oloroso, y lo untaba de arriba a abajo con mucha mantequilla. Lo cortaba en pequeños pedazos que colocaba en una cestita y los cubría con papel de aluminio y una toallita para que conservaran el calor.

Para ella, votar era un acto de compromiso con la patria. Era popular reventá, al igual que mi abuelo, pero mantenía lazos estrechos de amor y respeto por los penepés e independentistas que integraban el núcleo familiar.

Era un grupo en el que había de todo, pero todos se querían, se respetaban y eran incapaces de disparar ofensas unos contra otros. Es que ni siquiera se les ocurría, porque mi abuela los habría puesto en cintura. “La política no puede dividir la familia”, repetía.

Mis abuelos, mi madre y mis tíos llegaban tempranísimo a la escuela en la que les tocaba emitir el voto. Yo iba agarrada de la falda, pendiente a la suerte de disfrutar un trocito de aquel pan, sentada por alguna esquina o escalera con otros niños del vecindario. Desde ahí disfrutaba ver a mi abuela saludando a todos, pa’ arriba y pa’ bajo en la fila del colegio que le tocaba con el termo debajo del brazo y la cesta de pan en las manos… “Toma, mija, un buchito de café y un cantito de pan, pa’ que aguantes la fila”…. ¿Votaste mijo? ¿No? ¿Quieres cafecito?”.

Jamás le preguntó a nadie por quién votaría, aunque seguramente lo sospechaba y sabía. El café con pan no estaba designado únicamente para los de su partido. Su consigna era que votaran, que no podían abandonar el lugar sin haber estampado su cruz.

Eran otros tiempos, los políticos eran otra cosa, y se tomaban con seriedad las campañas que les llevaban recorrer calles, campos y celebrar reuniones en marquesinas. No había guerras publicitarias, ni insultos, ni estrategias carnavalescas o charlatanerías.

A fin de cuentas, nosotros estamos acá abajo y ellos en sus puestos, allá arriba, así que más nos vale llevarnos bien, porque somos quienes arrastramos la responsabilidad y la carga. Así que, a días de tener que visitar la escuela en la que me toca votar, acá estoy pensando en el café con pan embarrado en mantequilla de mi abuela, en su generosidad y solidaridad.

De repente… de repente me da con colar y llevar.