En la oscuridad de la noche, a través de la pequeña ventana cuadrada de esquinas redondeadas del avión, Puerto Rico aparece en el panorama como un espectáculo de luces que provoca una emoción fuerte y bonita porque estás llegando, estamos cerquita, a punto de aterrizar en tu islita amada y querida.

Sabes que el aplauso viene, que tan pronto las ruedas del tren de aterrizaje de la nave hacen su ruido, un rum-bam-bum que ya conoces, la nave tocará tierra con sonido de cataplum, sentirás en la espalda la vibración de la velocidad acelerada y rapidísimo el trincoteo del freno.

Al detenerse escucharás por el altoparlante el consabido ¡Bienvenidos a Puerto Rico, Welcome to Puerto Rico! En ese momento es que las palmas de las manos se movilizan y se juntan para aplaudir en un gesto colectivo que nos distingue.

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Pero esta vez no fue así.

El sábado, desde la altura, vimos la silueta isleña con parches de oscuridad, apagada. Ya nos habían alertado las notificaciones que lanzan los medios a través de sus plataformas de redes sociales, que había ocurrido sendo apagón. Estábamos en el aeropuerto, en la espera que desespera de un vuelo retrasado, cuando los boricuas pegados a sus teléfonos inteligentes comentaron la noticia. ¡Ea rayete! “Cien mil sin luz... ciento ochenta mil... doscientos mil...”.

El suceso provocó de inmediato una recua de comentarios y de piropos negativos -palabretas soeces incluídas, aunque dichas por lo bajo- contra LUMA. Ya nos estamos acostumbrando a tener esas expresiones en la puntita de la lengua, listas para ser disparadas cada vez que se va la luz.

Se veía triste Puertorro desde la ventana del avión. Semiencendido, semiapagado, sumido en una oscuridad que no deberíamos sufrir a menos que sea por un suceso climático de gran impacto, como el del huracán María, que nos dejó con una mano adelante y otra atrás. Contemplar la patria así, desde el cielo, produce incertidumbre y desconsuelo. La cabina se quedó en silencio.

No se escuchaba la algarabía que ocurre cuando hay mucho puertorriqueño junto…. esa alegría colectiva, los chistes, los comentarios. El ambiente estaba matizado con un sopor extraño que arropaba las filas como si fuera la neblina espesa que se ve desde el expreso al bajar de noche la cuesta desde la cual se ve a la izquierda el municipio de Cayey.

Aterrizamos en silencio, sin el consabido aplauso por el que creo que se nos conoce e identifica. “Los boricuas aplauden cuando aterrizan”, me decía una vez con tono de sorpresa un amigo español al que le pareció megasimpático ese gesto nuestro. Esta vez se callaron las manos, supongo que por la pesadumbre que nos produce artritis del espíritu. Hicimos la fila para salir de la nave también en silencio, excepto por el ruido normal al sacar las maletas del compartimiento superior. Pasamos en filita india al área de la correa que sale desde las tripas del avión trayendo las maletas, cada cual agarró sus bártulos y abandonamos el aeropuerto con esa modorra que produce llegar a un país abatido por la ineptitud y afectado.

Puede parecer una tontería, pero para mí no es lo mismo aterrizar sin aplauso.