Ha sido una jornada electoral intensa y me atrevo a decir que nos ha dejado a todos esmamoneados, tanto física como emocionalmente. No dudo que, en vez de dormir, el martes en la noche caímos todos en la cama en un estado comatoso.

Luchar contra la lluvia le sumó cansancio al cuerpo, aunque el aguacero no pudo aplacar la intención de los que llegamos hasta los centros de votación. Soportamos chaparrones que se derramaron sin misericordia, caminamos sobre charcos, terrenos enfangados y hasta por encima de la mezcolanza que se forma entre la tierra mojada y la grama. ¡Pero lo logramos! Votar es un derecho y para validarlo hay que ejercerlo.

Relacionadas

En los tantos años que tengo no había participado de una elección tan apretada de electores. Había hecho filas tipo caracol, pero caramba, esta vez el caracol era monumental. Una pena que a nadie se le ocurrió vender capas, sombrillas, café y chocolate caliente porque, como decimos por ahí, pudo haberse forrado de billetes. Pero bueno, tal cual las excursiones en grupos y guaguas, cada cual llevaba su botella de agua y alguna meriendita para aplacar el hambre durante la espera que, en la mayoría de los casos, tomó un par de horas o más.

Afortunadamente, todo el mundo en la fila nos comportamos a la altura del pueblo fantástico que somos. Creo que hubo algunos incidentes, pero según tengo entendido la cosa transcurrió con bastante calma. Ensopados en el sudor viscoso que producen la humedad y el calor, esperamos pacientemente nuestro turno.

En mi caso, inhalé y exhalé al enterarme -ya a punto de entrar al colegio/salón que me tocaba- de que la máquina que se traga la papeleta para procesar los votos estaba esgüañangada y leeeentaaa.

Finalmente, se escriquilló. Dos horas esperé en la fila para entrar al salón y pasar a la caseta para rellenar la papeleta. Y ¡zás!, la máquina falleció. Los representantes de cada partido se movilizaron de inmediato -porque mientras los cachanchanes se arrancan las cabezas, los funcionarios se tratan como hermanitos- y luego de unos minutos llegó una máquina para sustituir a la que se fue en huelga. Chequea el sello, quita el sello, engánchala aquí, enchúfala allá, pruébala ahora… Echarlas en una urna era un plan B, dado que los funcionarios, al final de la tarde, contarían los votos. Pero la triste realidad es que es que la desconfianza nos acompaña en este proceso. No se supone, pero así es.

Así que me quedé, como varios en mi colegio, sentada en una silla escolar esperando que la máquina nueva fuera activada y asegurarnos de que nuestro voto fuera adjudicado. Y de eso se trata, de que se adjudique cada voto, que representa la opinión de cada cual sobre las candidatas y candidatos que entendemos que nos llevarán a ser un país mejor.

Todos queremos lo mismo, un Puerto Rico mejor, más saludable, estable, próspero y seguro. Lo que pasa es que cada uno tiene su ideología y forma -con los candidatos que entiende- su propio rompecabeza.

Toca ahora a esos candidatos agarrarse de manitas, o colocarlas en la espalda del otro como cuando éramos pequeñines de preescolar en fila, y aprender a trabajar juntitos.

No, no queremos “pase misín, pase misón por la puerta del cajón…” Lo que queremos, necesitamos y merecemos es que dejen sus diferencias y hervederas y saquen el país hacia delante. Que se adjudiquen nuestras necesidades, nuestros dolores, nuestras ilusiones y nuestros corajes. De robos y engaños hemos tenido de más. Y ojito, ojito, que ya no somos los mismos.