Francia es un país hermoso, pintoresco, con buena gastronomía y excelentes vinos. No hay nada como sentarse en un bistró parisino a ver a la gente pasar mientras saboreas un ‘pain au chocolat’ con un caliente ‘café au lait’.

Estos viajes siempre son una ventana hacia otras culturas y otras maneras de hacer las cosas. Es bueno observar cómo otras sociedades están organizadas y cómo manejan su cotidianidad, para luego preguntarnos: ¿qué podemos aprender de ellos?

Yo hice ese ejercicio y comparto contigo mis observaciones…

Lo primero es que visité un supermercado a las afueras de la ciudad. Dos cosas me llamaron la atención. Lo primero es que, para usar un carrito de compras, debes primero echar 1 euro en una máquina tragamonedas; la única manera de recuperar ese euro es que, al final de tu visita al supermercado, devuelvas el carrito en el mismo lote en que lo encontraste. ¿Resultado? Se evita el revolú de carritos regados por todo el estacionamiento como suele suceder en nuestros supermercados.

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Lo otro que me pareció genial es que todas las etiquetas de los comestibles tienen una gráfica impresa con el título de “Nutri-Score”, con una leyenda de letras que van desde la A hasta la E. Según la calidad de los alimentos, mayor será su calificación. Por ejemplo, un producto sin aditivos, colorantes ni preservativos tendrá una calificación de A, mientras que los alimentos enlatados, llenos de sodio, colesterol y grasas saturadas reciben una calificación de E. Este sistema es muy eficiente al momento de escoger la comida más saludable.

Por otro lado, cuando vas a cenar a un restaurante, la cuenta que recibes es clara, transparente, sin cargos añadidos que te inflan el total a pagar. En los precios de las comidas ya están incluidos los impuestos y el servicio. Si en el menú dice que el pollo cuesta 15 euros y la copa de vino 3 euros, te llegará una cuenta por la cantidad de 18 euros. Y ya. Eso es todo lo que tienes que pagar. Si quieres dar uno o dos euros adicionales de propina al mesero, puedes hacerlo, pero no es obligatorio.

Hablemos ahora de las gasolineras. Allí no hay que entrar primero a la tiendita a hacer la fila para pagar y decirles en qué bomba te vas a servir, para luego volver a tu carro a llenar el tanque. En Europa todo ocurre, con total autonomía, desde el dispensador de gasolina. Metes tu tarjeta de crédito, agarras el ‘pistoque’, echas la gasolina que necesites y te vas. Rápido, eficiente, sin complicaciones.

Luego sales a guiar por las maravillosas carreteras del país. Ninguna tiene el más mínimo rastro de un boquete. No existe el miedo de dejar tu goma, tu aro y tu vida en un cráter lunar. Eso es lo primero. Lo segundo es que solo podrás guiar por el carril derecho, a menos de que vayas a pasarle a alguien, en cuyo caso te cambias al izquierdo y, luego, te incorporas en el carril derecho. El resultado es un manejo más organizado y suave, sin los zigzags típicos y peligrosos de nuestras carreteras.

Todos estos son algunos de los aprendizajes de mi viaje a Francia. Tal vez nos sirvan de inspiración para mejorar algunos procesos en nuestra isla.

Lo cierto es que los franceses también podrían aprender bastante de los puertorriqueños. No cabe duda de que somos más alegres, simpáticos y hospitalarios.

Tenemos más cráteres en la calle, pero somos más felices...

Prefiero eso.