Uno pensaría que en un país del tamaño de Puerto Rico, todos hablamos igual. Pero basta con moverse un par de municipios para darse cuenta de que la lengua, como la sazón, cambia de sabor según el lugar.

Es comprensible que en Argentina digan “factura” a un pan dulce y en México llamen “torta” a lo que nosotros conocemos como “sándwich”. Son países distintos, con océanos de por medio, trayectorias históricas distintas y culturas propias. Pero que aquí mismo, entre San Juan y Ponce, haya debate sobre si lo que comiste fue un ‘pastelillo’ o una ‘empanadilla’… eso sí que es un fenómeno digno de análisis.

¿Cómo es posible que entre pueblos tan cercanos haya palabras tan diferentes para nombrar lo mismo? La clave está en la historia y en cómo se movía la gente en el pasado.

Aunque hoy día cruzamos de norte a sur en una hora y con aire acondicionado, no siempre fue así. Hace apenas unas décadas, ir de un pueblo a otro era toda una odisea: carreteras angostas, pocos vehículos y caminos de tierra. Muchas personas vivían y morían en el mismo lugar donde nacieron, sin haber visto jamás ni la costa ni la ciudad. Había quienes vivían en la montaña y nunca llegaron a ver el mar.

Y sin radio, televisión, Internet ni libros en cada hogar, el idioma crecía como la yuca: enterrado en cada región, sin contacto con lo de afuera. Así se formaron los regionalismos, palabras que, por falta de contacto con otras zonas, tomaron su propio rumbo. Eran como dialectos internos que surgían de la necesidad de nombrar las cosas con lo que se tenía a la mano.

De ahí que en algunas partes del país, la moneda de cinco centavos sea un ‘vellón’, mientras que en otras es una ‘ficha’. Que el ‘pinche’ sirva para sujetar el pelo en Mayagüez, pero en Caguas sea una ‘hebilla’. Y que el ‘caldero’ y la ‘olla’ intercambien funciones según el pueblo donde estés. Incluso con objetos tan comunes como una bolsa, hay debate: en unas zonas es ‘bolsa’, en otras, ‘funda’.

Pero volvamos al caso más sabroso: el de los famosos pastelillos. En algunas regiones de la isla, un pastelillo es un dulce: masa de hojaldre, relleno de guayaba y azúcar en polvo encima. En otros lugares, sin embargo, un pastelillo es salado y lleva carne por dentro. Y la empanadilla, esa media luna de harina de trigo con bordes trenzados, puede tener relleno de carne, pollo, queso o pizza. ¿Cuál es cuál? Pues depende de dónde te encuentres… y de a quién le preguntes. En la playa, por ejemplo, muchas veces no importa cómo lo llames: si se fríe y se rellena, se vende.

Este tipo de confusión también ocurre con la ‘funda’ y la ‘bolsa’, el ‘pilón’ y la ‘paleta’, el ‘palo’ y la ‘vara’. Pequeños detalles que nos revelan lo rica, diversa y viva que está nuestra forma de hablar.

¿Seguirán existiendo estas diferencias en el futuro? Probablemente no con tanta fuerza. Hoy compartimos videos, audios de WhatsApp, programas de televisión y radio con contenido que se consume en todos los rincones de la isla. La movilidad, las redes y los medios están provocando que el idioma se homogenice, que hablemos más parecido sin importar si estamos en Yauco o en Loíza.

Pero mientras duren estas variaciones de nuestro hablar, celebremos su existencia. Porque en cada palabra distinta hay una historia, una abuela que la enseñó, un vendedor ambulante que la gritó o una receta que la nombró. Y eso debe hacernos sentir orgullosos de nuestra identidad puertorriqueña...