No es culpa de la RAE
“No le podemos echar la culpa a nuestros amigos de la RAE, porque ellos no son los que deciden… somos nosotros”
Nota de archivo: esta historia fue publicada hace más de 1 año.
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“¡La Academia se ha vuelto loca! ¿Cómo es posible que haya aceptado palabras como ‘tuit’ y ‘puntocom’? ¿Qué le pasa? ¡El idioma se prostituye! Hoy en día, cualquier palabra es permitida”.
Estas son descargas que escucho constantemente. Percibo un desprecio hacia la Real Academia Española (RAE), a la que se le acusa de incorporar nuevas palabras en su diccionario sin discreción alguna. No perdonamos el “estrés”, el “panti” y el “zíper”. “¡Esto es intolerable! ¡Hay que proteger la pureza de nuestro idioma de la influencia destructora del inglés!”, suelo escuchar en cada esquina.
Todo esto requiere detenernos un momento, destrincar los músculos, inhalar paz y exhalar frustración. Este tema hay que mirarlo con madurez emocional…
Primera premisa: Los idiomas son como entes vivos que nacen, se desarrollan, cambian y mueren con el pasar del tiempo. Esto es parte natural de su evolución. El vocabulario se transforma constantemente. A veces los vocablos que en el pasado eran tan utilizados, terminan por desaparecer. Ya hoy nadie dice “piujar”, “fallazgo” o “churriana”.
Por otro lado, cada día surgen nuevas palabras debido a la simple necesidad del ser humano de expresar conceptos diferentes, darle nombre a nuevos objetos o referirnos a las tecnologías emergentes. Algunas palabras como “tableta” y “webinario” son imprescindibles para poder comunicarnos en esta nueva era en que nos ha tocado vivir. No nos escandalicemos. Miremos cómo nuestros antepasados lograron superar su indignación cuando escuchaban, por primera vez, palabras tan “aberrantes” como “teléfono”, “electricidad”, “televisor” y “maquinilla”.
Segunda premisa: Los anglicismos no son, necesariamente, malas palabras. De hecho, el español está lleno de anglicismos aceptados, al igual que está repleto de arabismos, galicismos y hasta tainismos.
Hay que entender la influencia que en los idiomas pueden tener los contextos históricos. Si en el español tenemos más de 4000 palabras que provienen del árabe (como “almohada”, “café” y “ojalá”), es porque los musulmanes estuvieron sobre 700 años en la península ibérica; si en el español tenemos muchísimos vocablos del francés (como “carné”, “glamur” y “crupier”) es por la influencia del imperio francés en el siglo XIX; si en el español tenemos miles de términos que provienen del inglés (como “fútbol”, “gol” y “sándwich”) es porque hoy día esta lengua, como consecuencia del poderío de los Estados Unidos, es el idioma universal de los negocios, la tecnología, los deportes y un largo etcétera.
Tercera premisa: La RAE ha dejado de ser una institución que decide qué palabras son correctas y cuáles son incorrectas. Su función, en términos de vocabulario, ha dejado de ser normativa. Lo que hace es documentar la forma en que los hispanoparlantes se comunican. Somos nosotros, y no la RAE, quienes tenemos la última palabra… literalmente. La Academia lo que hace es reflejar en su diccionario el uso de ciertos vocablos por parte de los que hablamos español.
Así que no le podemos echar la culpa a nuestros amigos de la RAE, porque ellos no son los que deciden… somos nosotros.
Por todas estas razones, y muchas otras, dejemos que nuestro idioma respire, crezca, se nutra, evolucione. Al fin y al cabo, si lo analizamos, el español no es otra cosa que un dialecto que procede del latín, como también lo son el portugués, el italiano, el francés. Cada uno de estos lenguajes partieron de una raíz común para formar sus propios idiomas y, en el proceso, el latín dejó de vivir.
Entendamos que la fuerza del cambio y de la evolución es imposible de detener. Así pues, no nos enfrentemos a ella... ¡abracémosla!
Exdecano y profesor de la Escuela de Comunicación Ferré Rangel de la Universidad del Sagrado Corazón y fundador del movimiento En Buen Español. Experto en comunicación y amante del lenguaje. Conferenciante internacional sobre temas relacionados con el poder de la palabra. Autor del libro 'Habla y redacta en buen español' (2011) y 'En buen español: El libro de las curiosidades de nuestro idioma" (2020). Apasionado de la historia, la educación, la fotografía y el mar. Esposo de Mirté y padre de Sebastián, Alejandro, Mauricio y Mariana (y del perrito Muni Cipio).
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