María quería saber la hora exacta en que yo llegaría a su casa en Arecibo. Tuve que ser muy preciso cuando hablé con ella por teléfono unos días antes: “Llegaré el domingo a las 2:00 en punto”, le aseguré.

La razón de su insistencia la entendí a mi llegada: sobre la mesita del balcón me esperarían los sorullitos que me había prometido en su carta, junto al café recién colado.

“¡Llegaste, Gaby!”, fueron sus primeras palabras al darme un abrazo grande, como si nos conociéramos de toda la vida. Al abrazarla, sentí la sensación de un reencuentro, a pesar de que era la primera vez, en la vida, que nos veíamos.

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María tiene 95 años recién cumplidos. Nació el Día de Reyes del año 1930; por eso es que su segundo nombre es… Reyes; María Reyes, de apellido Serrano.

¡95 años! Tiene su mente clara y sus recuerdos intactos. Cuando ella nació, hace casi un siglo, el mundo estaba inmerso en la Gran Depresión, y Puerto Rico todavía se recuperaba de los estragos causados por el huracán San Felipe. Era otra época de pobreza extrema, en que las casas eran de paja con pisos de tierra, los niños andaban sin zapatos y la economía de la isla dependía, casi exclusivamente, de la caña de azúcar.

En los tiempos de la zafra, mi padre trabajaba en Cambalache”, recordó María. “Su trabajo era cargar, a sus espaldas, los sacos de azúcar negra que llevarían los barcos hacia los Estados Unidos para purificarla”.

Entre sorbo y sorbo, María seguía recordando: “Cuando terminaba el tiempo de la zafra, vivíamos de la pesca. Mi padre salía como a las 3:00 de la mañana en una yola, a remo. Se iba mar adentro y lanzaba una malla de pesca, llamada ‘chinchorro’; al recogerla, a veces traía consigo algunos peces. Regresaba como a las 10:00 de la mañana y allí, en la playa, yo lo esperaba, sentadita en la arena, contando las nubes. Yo adoraba a mi papá… era mi héroe”.

A su llegada, el padre iba al pueblo de Arecibo a tratar de vender su mercancía. “Tenía que ser rápido, porque no había manera de refrigerar los pescados y, si no se vendían, todo su esfuerzo se perdía”.

María solo cursó hasta el tercer grado de escuela. “Un día, dejé de ir. Prefería la libertad. Mi vida era la playa y el río. Con mis amigas, nos desaparecíamos y hacíamos travesuras. Como siempre andaba descalza, mis pies se llenaron de esos parásitos que llaman ‘niguas’. Mi abuela me las quitaba con un alfiler y se molestaba conmigo. Pero no me importaba, porque me sentía libre. A pesar de la pobreza, yo era feliz; aún hoy, soy una negrita feliz”.

Yo escuchaba con admiración a esa hermosa abuelita contándome sus historias de un Puerto Rico que ya no existe, pero del que ella fue testigo. Fueron tantas las historias que me relató y tan poco el espacio que tengo para contarlas.

Al final de la tarde, nos despedimos. Pensé en cómo los azares de la vida me llevaron a conocer a una persona tan maravillosa. Desde nuestra despedida, no he podido dejar de pensar en sus últimas palabras:

“Mi padre me decía que la gente se conecta por armonía espiritual, y eso nos pasó a nosotros dos. Después del amor que siento por mis siete hijos, tú llegaste a mi vida y te has convertido en uno de ellos. A mi edad vuelve el amor a llenar mi vida”.

Y a llenar la mía también, María.

A llenar la mía…