Está científicamente comprobado que la gran mayoría de las decisiones que tomamos en la vida provienen de un impulso provocado por nuestras emociones y no por un proceso de análisis racional.

Esto lo saben los grandes expertos del mercadeo y la publicidad. Existen marcas muy famosas que logran vender un refresco, no tanto por su sabor o sus ingredientes, sino porque relacionan su consumo con el sentimiento de la felicidad. Me imagino que sabes a qué marca me refiero.

En las redes sociales, solemos compartir o comentar más las publicaciones que nos producen algún tipo de emoción que aquellas que solo nos proveen datos fríos o estadísticas. Si nos hacen sonreír, si nos sueltan alguna lagrimita, si nos producen un coraje o si nos hacen reír a carcajadas, logran conectar con nosotros.

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Decía un estudioso de estos temas que la razón persuade, pero es la emoción la que realmente nos mueve a actuar. Por lo tanto, más puede el corazón que la mente.

Acabamos de pasar un evento electoral que pone en evidencia todo esto. El uso de los símbolos que nos despiertan pasiones y apelan a nuestras emociones fueron el pan nuestro de cada día: una canción que activa nuestro sentido patrio, una bulla que enciende nuestra adrenalina, una frase que despierta nuestros miedos… todas ellas son estrategias que tienen mayor efecto que un programa de gobierno muy racional publicado en una página web.

Lo que importa no es el contenido, sino la forma. No son las ideas, sino cómo vienen empaquetadas. No es el libro, sino su portada.

A mis estudiantes de comunicación siempre les recuerdo que, cuando vayan a vender un concepto creativo a un cliente, les den tanta importancia a las ideas como a las técnicas de presentación que utilicen. En innumerables ocasiones he visto cómo los equipos ganadores no son, necesariamente, los que tengan las mejores propuestas, sino aquellos que logran plantearlas de la manera más efectiva.

No es lo que dices, sino cómo lo dices.

Para demostrar esto, me gusta contar la historia del ciego que pedía limosna en una plaza de la ciudad. A su lado, tenía un letrero que decía: “Ayúdeme, soy ciego”. La gente pasaba por el frente, miraban de reojo el letrero y seguían andando. Era muy rara la vez que alguno le dejaba alguna moneda en su vaso. Un día, un experto en comunicación se le acercó al ciego, tomó en sus manos el letrero y en la parte de atrás escribió otro mensaje. Volvió a poner el letrero al lado del ciego, y se fue. De pronto, todo el que pasaba por el frente leía el nuevo letrero y se detenía para dejar alguna limosna. Al rato regresó el comunicador, y el ciego le preguntó “¿Qué hiciste con mi letrero?”… “Escribí lo mismo, pero con otras palabras”, le contestó. El letrero decía: “Hoy es un hermoso día y no puedo verlo”.

¿Por qué el segundo letrero fue más efectivo que el primero si, en esencia, comunicaban lo mismo? La diferencia estriba en que el primer mensaje es frío, directo, como un mandato: “Ayúdame, soy ciego”. El segundo, aunque buscaba el mismo objetivo, convertía el concepto abstracto de ser ciego con una realidad concreta que apelaba a la emoción y a la empatía de todo el mundo: podemos ver el hermoso día, pero él no. Apela a nuestros sentimientos y nos mueve a actuar.

Aprendamos que la emoción puede más que la razón. Al recordarlo, seremos más efectivos al comunicar y reconoceremos, en el futuro, las tácticas de persuasión que otros utilizan para convencernos…