En la comunicación, tan importante es saber hablar como escuchar.

Y subrayo la palabra ‘escuchar’, que no es lo mismo que ‘oír’.

Para oír, lo único que necesitas son dos buenas orejas capaces de recibir las ondas sonoras; para escuchar se requiere total atención para comprender el mensaje que se te está tratando de transmitir.

¿Te ha pasado que alguien te habla y lo que percibes es un ‘bla, bla, bla’? Es porque estás oyendo, pero no escuchando. Tu mente está enfocada en tu respuesta, no en lo que la persona te está diciendo.

Yo digo que lo más importante en un proceso de comunicación es reconocer la voz del ‘otro’ y prestar atención a lo que esa persona quiere decir. Tu mente debe estar enfocada en sus palabras y realizar un esfuerzo consciente de ponerte en sus zapatos y ver las cosas desde su punto de vista. Lo contrario no es comunicación, sino competición. El juego se convierte en ver quién es capaz de ganar el argumento. Sin embargo, ¿sabes qué? En ese juego el ganador es… nadie.

Comunicar no debe ser un ejercicio de competencia, a ver quién derrota al otro con la mejor respuesta. Porque la verdad es que cuando cada uno hala la soga para su lado, no hay progreso. Nadie gana, todos pierden.

Por otro lado, no siempre es necesario hablar, tener un comentario o una opinión para todo. A veces el silencio es más prudente que la palabra. En ocasiones, puede ser mejor escuchar, reflexionar en lo que otros comentan, analizar tu postura con sosiego y no tratar de abrir la boca para, simplemente, decir algo.

El valor de la comunicación no se mide a base de la cantidad de palabras que emites, sino por el contenido y la profundidad de tus ideas. Y, a veces, esas ideas requieren análisis, pensamiento, estructura, tiempo y, sobre todo, silencio. El callar puede ser una expresión más inteligente que el disparar de la vaqueta. Las palabras pueden ser dardos que, si se lanzan a lo loco, pueden herir.

Escucha, piensa, habla (o no). Ese es el orden.

Si decides expresarte, comunica desde la empatía, no desde el egoísmo. Hay quienes les gusta escucharse hablar. Acaparan la conversación y, cuando por fin hacen un breve silencio que te permite la oportunidad de entrar en la conversación y decir algo, te interrumpen para seguir con lo suyo. A estas personas no les importa tu punto de vista, porque solo les interesa lo que ellos tengan que decir. Cuando estés ante la presencia de personas así, debes comprender que no hay comunicación posible. He aprendido que no vale la pena insistir.

El silencio es parte de toda conversación. Cuando permitimos momentos de silencio le damos a la otra persona el espacio necesario para expresarse completamente. Ella se siente escuchada y valorada. La comunicación se enriquece con el silencio del que escucha, porque refleja humildad y respeto.

En momentos difíciles, cuando una persona que amamos sufre, me he dado cuenta de que el silencio puede convertirse en una expresión de consuelo que es más poderosa que mil palabras. Un abrazo prolongado o una mirada dulce o una sonrisa gentil, en total silencio, es una forma insuperable de solidaridad.

En la música, los silencios son una parte esencial de toda melodía. Así mismo ocurre con la comunicación. En ambos casos, saber incorporar el silencio es un arte que requiere práctica y perfección. Inténtalo. Haz un esfuerzo consciente de prestar más atención, escuchar y concentrarte en el otro.

El sonido del silencio puede obrar maravillas. Calla y escucha.