La vida misma se encarga de darte lecciones. Hoy me ocurrió a mí…

Esta mañana salí con mi hijo a hacer unas diligencias en la ciudad. Iba por la avenida Kennedy en dirección hacia Guaynabo, cuando de momento decidí tomar la salida hacia la marginal, por el área de la zona portuaria. Acababa de llover y la carretera estaba llena de charcos. Uno de ellos escondía la existencia de un verdadero y horripilante cráter lunar.

Cayó la goma de al frente primero, seguido de la goma de atrás, ambas del lado del pasajero. El estruendo del golpe, junto a la explosión de las gomas, estremeció de forma violenta todo mi cuerpo y alma.

De inmediato, por mi boca comenzaron a salir una serie de improperios que no debo reproducir en este periódico. Creo que no se me quedó ninguna vulgaridad sin gritar.

Me estacioné al borde de la carretera mientras no paraba de maldecir el universo. Me bajé del carro y pude confirmar, con horror, la destrucción de mis gomas y de sus respectivos aros. Caminé hacia el desgraciado boquete y vi que era tan profundo como la mitad de mi brazo. Se veía que era un hoyo que llevaba tiempo cocinándose a fuego lento con el paso de los camiones y los arrastres que se dirigen hacia la zona portuaria.

Fue en ese momento en que mi coraje se convirtió en furia. Siempre tiene que haber un culpable, y en ese momento pensé en nuestro gobierno. “¡¿Cómo es posible que vivamos en una isla en que permiten cosas como estas?!”, empecé a discutir con la nada. “¡Ni en los países más pobres de Centroamérica tú ves carreteras como estas! ¿Para qué me cobran tanto dinero en impuestos si no son capaces de mantener las carreteras sin boquetes? ¿Qué recibo yo a cambio de todo el dinero que me quitan cada año?”.

Así estuve, disparando improperios a mansalva sobre las injusticias de la vida, sobre este país que no progresa, sobre los corruptos que se roban mi dinero para gastarlos en sus carros lujosos, sus trajes de boutique y sus viajes en hoteles cinco estrellas mientras las calles de este país están llenas de espeluznantes boquetes que les rompen las gomas y el vivir a nosotros, los ciudadanos de a pie.

Volví a mi carro para llamar a la grúa. Luego de la llamada, dentro del vehículo, continué con mi descarga. Comencé a calcular el costo de los aros, de las gomas y del gruero. Calculé las horas de trabajo que habré invertido para poder pagar estos costos, dinero que muy bien hubiese podido aprovechar para darme algún gusto en la vida. Pensé en la compañía de seguros y en el tiempo que iba a tener que perder para ver si me reembolsan alguito, aunque sea.

En ese mismo momento, suena mi teléfono. Veo en la pantalla que era uno de mis amigos de toda la vida. Al contestarle, ya me preparaba para contarle sobre todas mis miserias. Pero no me dio la oportunidad, porque al escucharlo noté que sollozaba:

“Papá murió esta mañana”.

Fue en ese instante que todo tomó un giro en mi cabeza. Mi goma, mi aro… ¿qué importancia tienen? ¡Ninguna! Todo lo material es reemplazable, pero un padre, una madre, un hijo… no. Mi amigo perdió a su papá y yo estoy aquí, como un tonto, lamentándome y sufriendo por un par de neumáticos. ¡Qué absurdo!

Al colgar, todo cayó en perspectiva. Mientras esperaba la grúa me di cuenta de que la vida, como suele pasar, me había enseñado otra importante lección…