En semanas recientes, llegó a mis manos una interesante columna que reflexionaba sobre la importancia de no perder la costumbre de escribir a mano. Fue su título el que capturó mi atención.

“Necesitamos escribir a mano” decía el billboard que me llevó a la lectura.

Si usted ha leído con cierta frecuencia este espacio, sabe que, ocasionalmente, levanto mi voz contra los avances tecnológicos. Primero, porque discrepo con mi compadre Otto Oppenheimer por el término. No se avanza nada. Retrocedemos.

Los seres humanos somos víctimas de la tecnología porque, a mi juicio, nos lleva al atraso. En el pasado, he hablado del GPS, que ya ha provocado que no sepamos llegar a ningún lugar sin la voz femenina que nos dice: “gira a la derecha”. Perdimos la habilidad de interpretar mapas o la jerga cotidiana de “siga derecho y doble en el palo de mangó”.

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Hasta los neurólogos recomiendan mantener la destreza de la escritura, pues ayuda a mantener las conexiones del cerebro.
Hasta los neurólogos recomiendan mantener la destreza de la escritura, pues ayuda a mantener las conexiones del cerebro. (Shutterstock)

De igual modo, le dediqué una columna a los teléfonos móviles. Estos que han provocado que ya nadie sepa de memoria más de tres o cuatro números, cuando antes se podían memorizar más de 20. Ya no buscamos acumular conocimiento en el cerebro, pues es más fácil “googlearlo”.

En muchas escuelas en Estados Unidos, escribir a mano es opcional para los profesores, así que muchos no lo enseñan.(Thinkstock)
El uso de la tecnología ha relegado la escritura.

Así que esa columna sobre la importancia de escribir representó otra oportunidad para reflexionar sobre una habilidad que era innata de los seres humanos y que la hemos perdido.

La escritura tiene cadencia. Existían personas con una letra hermosa y otros que parecían escribir mientras les pican las hormigas. Muchos maestros se deleitaban viendo libretas exquisitas y otras llenas de “tachones”.

¿Sabe usted cuántos cocotazos me llevé por comerme palabras y escribir ajorao mientras aprendía a escribir en cursivo? ¡Fui el suplicio de mi mamá!, pues traje de nacimiento la destreza de un médico, al que solo un farmacéutico le entiende sus garabatos.

Hoy en día se aprende a escribir y no se práctica. Sucumbimos a la tecnología. Al teclado. Ese instrumento que no deja espacio para dejar el rastro de un borrón en un papel, al escribir mal una palabra.

En tiempos de universidad, usted podía advertir en el papel cuando el cansancio nos vencía. No se terminaba de la misma forma que se empezaba. La forma de las palabras lo denunciaba.

Si no se tenía calculadora a la mano, el papel evidenciaba como se montaban números para colaborar en la búsqueda del resultado. También el papel era el cómplice de la nota pícara con una frase elegante y atrevida a la muchacha bonita que compartía la biblioteca.

El lápiz o el bolígrafo es el cómplice perfecto a la hora de vertir palabras en un papel vacío. Jugamos con ellos en las manos, nos damos “golpecitos” en la cabeza buscando esa palabra que cuadre de manera exacta la idea que perseguimos.

El lápiz y el bolígrafo también nos dan una sensación de control. Somos los que decidimos a qué ritmo escribimos. Se puede empezar un trabajo y revisitar más tarde.

Hasta los neurólogos recomiendan mantener la destreza de la escritura, pues ayuda a mantener las conexiones del cerebro. Sin embargo, sucumbimos a la modernidad y la tecnología.

Mi percepción es que “la tablet” o el teléfono hacen del escribir una experiencia fría. Perdemos la perspectiva de lo que logramos en la infancia, cuando con un lápiz de madera y carbón dimos vida a la palabra.

Solo pregunto, ¿cuándo fue la última vez que usted escribió a mano? Piénselo. La respuesta posiblemente lo deje frío.