A los 86 años, nos ha dejado Orlando “Peruchín” Cepeda, gloria del deporte y un ser humano de cualidades extraordinarias.

Bastante se ha hablado de su gesta en el terreno de juego. Su longevidad permitió documentar y enriquecer con anécdotas su trayectoria. Orlando fue el toletero. El Bambino. El mete palos. El novato del año de 1958 o el MVP del 67. Todo eso lo aplaudimos.

Lo celebramos, al igual que su tardía exaltación al Salón de la Fama. Sin embargo, no es de estas estadísticas de las que quiero escribir.

Con la partida física de Orlando, cerramos un capítulo de una generación única. Una que se creó con la madera de un roble. Una que abrió caminos a las nuevas generaciones con lágrimas, sacrificio, sufrimiento y miedos.

A pesar de ese menú, Orlando y su generación metieron mano. Enfrentaron sus demonios. No se rindieron y salieron airosos. Su piel no solo se curtió por el sol, sino también por las marcas que no se ven. Esas que quedan en el corazón y el alma.

Cepeda marchó al norte a temprana edad. Lo hacía con las herramientas ganadas mediante una educación promedio, sorteando la pobreza, algunas mudanzas a distintos pueblos y sin conocer el idioma inglés. Su piel negra lo sazonaba.

Con ese equipaje llegó a un béisbol integrado de boca, pues fuera del estadio se le miraba por encima del hombro. Se le recordaba que era “alegadamente” inferior por su color de piel y, por ello, no podía entrar a distintos lugares como lo hacían sus compañeros blancos.

En octubre de 2023, en un conversatorio en Caguas, Orlando visitaba esas memorias. Con cierto grado de humor me contaba tanto a mí como a la audiencia que lo escuchaba, cómo reciprocaba los insultos con un “thank you”, al pensar que le decían algo bueno.

Con 18 años, muchas veces pensó en regresar a Puerto Rico. Sus primeras paradas lo llevaron a Minnesota y otros lugares extraños, donde no abundaban los latinos.

Estoy seguro que muchas veces lloró. El aliento que recibía a través de cartas de amigos y de los suyos, incluyendo a su madre, lo animaron a seguir. Su bate acallaba a cualquiera que pusiera en duda sus habilidades.

Con Orlando cerramos la historia de Clemente, Pellot, Gómez, Canena, Escalera, Pantalones y otros pioneros que cimentaron la senda con valor y sacrificio para que hoy muchos jóvenes boricuas puedan llegar a las mayores y ganar buen billete.

La vida da sus vueltas. A veces devuelve con creces lo que se sufrió por años. Me alegra que a cualquier racista se le retuerza la boca cada vez que visita el estadio de San Francisco y tenga que pasar por las estatuas de Mays, McCovey y Cepeda. Esos imponentes dioses de ébano del béisbol que custodian, hasta la eternidad, la entrada a la catedral del juego.

Por eso y por muchas cosas más, voy a extrañar a este amigo que gracias a Jorge Colón Delgado tuve el placer de conocer en los años 90.

Hasta luego, “Peruchín”.