White House Down
El director Roland Emmerich vuelve a desatar su furia en contra de monumentos estadounidenses.
Nota de archivo: esta historia fue publicada hace más de 11 años.
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Hay que especular que el título alterno de White House Down era America: Fuck Yeah!, pero obviamente no hubiese sido mercadeable. Es imposible ver la mayoría de las películas del director Roland Emmerich sin que el tema principal de la fantástica sátira Team America: World Police -de los creadores de South Park- comience a tocar en la mente, pues no existe mayor patriota trabajando en Hollywood (ni siquiera Michael Bay) que el cineasta detrás de The Day After Tomorrow, Independence Day y 2012, entre otros espectáculos de destrucción en los que Estados Unidos salva el mundo.
El hecho de que Emmerich sea alemán lleva a pensar que quizá se esté mofando del patriotismo que se sale de la pantalla sin necesidad de gafas 3D y que alcanza su máxima expresión en los minutos finales de White House Down, el segundo estreno del 2013 en presentar la Casa Blanca ocupada por extremistas (el otro fue Olympus Has Fallen, pero no se sienta mal si ya la olvidó). La pregunta obligada es: “¿cuál es mejor?”, y la respuesta, por un leve margen, es White House Down, aunque en realidad es como elegir cuál hamburguesa de los restaurantes de comida chatarra es más saludable.
La cinta de Emmerich tiene a su favor un elenco mejor utilizado, particularmente la química que se forma entre Channing Tatum y Jamie Foxx, el primero como un aspirante al Servicio Secreto y el segundo como el presidente de Estados Unidos. Sí, los dos son capaces de realizar mejores cosas –al igual que Maggie Gyllenhaal, James Woods, Richard Jenkins y Jason Clarke-, pero todos están comprometidos con el nivel de ridiculez que emana del guión de James Vanderbilt que toma prestado en partes iguales de Die Hard y The Rock. Es grasiento, tontísimo y medianamente entretenido.
No lo voy a aburrir con las particularidades del libreto ya que las mismas no son importantes. Sólo necesita saber que el personaje de Tatum, el policía “John Cale”, queda atrapado en la Casa Blanca mientras acompañaba a su hija en un tour cuando un grupo de extremistas toma la mansión presidencial. De ahí en adelante es un juego de supervivencia en el que el futuro de la nación –y, posteriormente, el mundo- depende de las habilidades de un tipo común obligado a tomar acción dentro de circunstancias extraordinarias.
Como el presidente “Sawyer”, Foxx se la pasa la mayoría de su tiempo en pantalla con una expresión que dice “sólo estoy aquí por el dinero”, pero una vez se junta con “Cale”, la película adquiere un cierto grado de absurda diversión con el dúo trabajando en conjunto para salir con vida de esta situación, lo cual propicia buenos momentos de comedia, tanto intencional como accidental. Por su parte, Tatum logra convencer como héroe de acción, al menos físicamente, que es lo que en este caso importa. No se le puede pedir más de lo que el guión provee.
En términos de acción, Emmerich va escalando las secuencias de pequeños intercambios de disparos a ridículas persecuciones de autos en el patio de la Casa Blanca… y más allá, todas competentemente realizadas aunque con una dependencia en gráficas computarizadas que están por debajo de la calidad que estamos acostumbrados a esperar. La acción sigue y sigue hasta que el director no puede evitar recurrir a los discursos patrióticos, ondear la bandera y caer en sus peores tendencias. Si no fuera posible reírse de la película, y divertirse haciéndolo, sería más fácil ofenderse por su nacionalismo exaltado. Pero es Roland Emmerich. No puede evitarlo.