Transformers: The Last Knight
La quinta entrega en la saga parece haber sido escrita por un grupo de niños bajo la supervisión de un adolescente.
Nota de archivo: esta historia fue publicada hace más de 7 años.
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En aras de ahorrar tiempo –el suyo, leyendo, y el mío, escribiendo- voy directo al grano: Transformers: The Last Knight es una malísima película. Esto no debería sorprender a nadie, ni a los que han sufrido la experiencia de ver las tres secuelas anteriores ni tampoco a los que han disfrutado de su apoteósico despilfarro de chatarra digitalizada. A una década del estreno del primer filme, sus fanáticos ya deberían saber que los críticos no somos los mayores aliados del tipo de cine que produce el director Michael Bay, que independientemente de las peores cosas que se puedan escribir de su trabajo, continúa encontrando el éxito en la taquilla.
Ninguna otra franquicia fílmica cava una mayor trinchera entre el público y los críticos que estas películas basadas en juguetes y caricaturas de los 80. Cerca del comienzo de la segunda hora de los 149 insufribles e interminables minutos que dura esta quinta entrega, mientras mi mirada iba de la pantalla a las manecillas de mi reloj y de vuelta a la agotadora acción en pantalla, comencé a preguntarme por qué. ¿Qué no estaba viendo? Qué tienen estas películas que las han hecho ganar sobre $3.9 mil millones de dólares alrededor del mundo?
¿Serán los efectos especiales? ¿Bastará con eso? Si algo bueno se puede decir de esta y las cintas anteriores es que Bay sabe cómo deslumbrar con lo último en la tecnología y un tremendo ojo cinemático. Sus secuencias de acción funcionan asombrosamente bien vistas dentro de un vacío, como demostraciones de las destrezas de los expertos que laboran en las casas de efectos especiales, pero… ¿dos horas y media de solamente eso? Debería haber algo más, algún semblante de una historia, preferiblemente cautivante o –cuando menos- comprensible, que pueda seguirse con facilidad e involucre al espectador en el destino de los protagonistas.
En su lugar, lo que se ofrece es un desbarajuste de orden supremo que mezcla la leyenda del Rey Arturo con el tipo de bazofia que produce la literatura de Dan Brown y la vierte como una espesa y sórdida sustancia babosa sobre el esqueleto de una trama –probablemente sacada de los muñequitos, no recuerdo- que requiere que los Transformers vuelvan a salvar el planeta con la ayuda de un puñado de los humanos más insoportables y/o aburridos que se haya visto en el cine.
Mark Wahlberg regresa como el inventor tejano –y de acento bostoniano- con el ridículo nombre de “Cade Yeager”, quien es buscado por una nueva fuerza militar por sus vincúlos con los Transformers. “Yeager” se topa con un autobot en las ruinas de Chicago (destruida en la tercera parte, ¿o fue en la cuarta?) que le entrega un medallón que lo pone en la mirilla de una antigua orden secreta, custodia de la verdad de que estos robots han vivido entre los humanos desde la Edad Media. Incluso mataron a Hitler. Anthony Hopkins interpreta al último de sus miembros, que van desde William Shakespeare hasta Harriet Tubman y Shia LaBeouf, o mejor dicho, su personaje de las primeras tres películas.
Aunque resulta fútil hablar de actuaciones en largometrajes de esta índole, cabe señalar a Hopkins, no por lo bien que lo hace sino por el absoluto desinterés que demuestra en pantalla. Su interpretación gravita entre “me vale madre” y “¿dónde está mi cheque?”, rayando a veces en lo inverosímil. No es todos los días que se puede ver a un actor de su veteranía –un caballero británico, el único verdadero “knight” en toda la película- lanzar su talento por la borda sin la más mínima preocupación, pero ¿cómo culparlo?.
La historia involucra al mágico báculo de Merlín, que en realidad era un artefacto de Cybertron, que ahora es buscado por la diosa de los transformers “Quintessa” para estrellar las ruinas de su planeta contra la Tierra y con la ayuda de Optimus Prime –quien ahora es malo- encontrarlo para… ay, en verdad no importa. Hay un transformer en Cuba que juega baloncesto y hasta un mayordomo robótico que sabe karate. En serio, no importa. El guión parece escrito por niños bajo la supervisión de un adolescente. La narrativa se mueve de una escena a otra sin razón, orden ni sentido, como si de repente esta reseña pasase a ser, por ejemplo, acerca del cine taiwanés.
Para hablar del cine taiwanés, un buen punto de partida lo es King Hu, uno de los maestros más influyentes del arte de las secuencias de acción. Hu nació en el 1931, en Beijing, y dio sus primeros pasos en el medio trabajando en el departamento de arte antes de probar su suerte en la actuación y la redacción de guiones hasta acabar como director de filmes como A Touch of Zen. Hoy se aprecia como “cine de arte”, pero cuando salió en 1971 era otro estreno comercial más –así, como el que llegó hoy a los cines, pero bueno-, con acción, comedia, humor y dirigida al público general, no a los críticos que hoy la celebran como una obra maestra.
A Touch of Zen dura tres horas que se sienten como dos, contrario a dos horas y media que se sienten como seis. Y si de épicas taiwanesas se trata, ninguna le gana a A Brighter Summer Day, de Edward Yang, un drama de casi cuatro horas acerca de la crisis de identidad de una nación en medio de una guerra cultural. Ambos filmes están disponibles en Blu-ray, y merecen de la atención de cualquier cinéfilo.
En síntesis: no sé por qué tanta gente disfruta las películas de Transformers, y después de cinco intentos, dudo mucho que alguna vez logre comprenderlo. Pero los críticos de cine no estamos aquí para recomendar sino para comentar y dirigir la mirada a películas que –según nuestro criterio- ameritan ser vistas. Así que si esta reseña logra que al menos una persona descubra A Touch of Zen o A Brighter Summer day, de algo sirvió.