Lance la lógica por la ventana antes de ver Trance, el nuevo filme de Danny Boyle apropiadamente titulado como el género musical en el que los pulsantes ritmos electrónicos convergen con las luces estroboscópicas de las discotecas para proveer una experiencia banalmente placentera. En términos audiovisuales es todo lo que se puede esperar de una producción reciente de Boyle: un frenesí de delirantes composiciones editadas al ritmo de una energética banda sonora que impulsan la trama a la vez que la complementan. Su narrativa, sin embargo, también es bastante parecida al trance: te contagia con su ritmo por un tiempo moderado, pero después de un rato, estás listo para matar al DJ.

El guión de Joe Ahearne y John Hodge es un pequeño desastre, producto de un sueño febril tras una doble tanda de Inception y Eternal Sunshine of the Spotless Mind y fantasías psicosexuales con las partes íntimas femeninas, en este caso siendo las de Rosario Dawson, quien forma parte de la historia como la hipnotista más irresistible y maquinadora de Londres. Dawson es la femme fatale de este neo-noir  que pretende introducir al espectador en la psiquis de los protagonistas del mismo modo que lo hicieron aquellas dos películas cuyas sombras opacan en su totalidad a Trance.

A Dawson se le suman dos protagonistas: James McAvoy y Vincent Cassel, y el acierto del libreto (“acierto”, en singular) yace en la manera cómo va alterando nuestra percepción de ellos entre víctimas y victimarios. Es lo que nos mantiene atentos a los rebuscados giros que da el guión antes de perdernos por completo entre el segundo y tercer acto, cuando lo interesante se torna risible tras lanzarnos una serie de revelaciones, cada una más absurda que la anterior, que culmina con una tan increíble que colma la copa. De reorganizar los hechos en orden cronológico, el filme no tendría sentido.

La trama es bastante descabellada, pero esto no importaría si al menos hubiese un mínimo sentido de la lógica que gobierna esta realidad. El largometraje comienza con un robo perpetrado por “Franck” (Cassel) y sus secuaces en una casa de subastas en la que trabaja “Simon” (McAvoy). El objetivo es la pintura “Brujas en el aire”, de Francisco Goya, valorada en $30 millones, pero este artículo termina siendo tan importante para la historia como el trineo en Citizen Kane.

Resulta que “Simon” trabaja en conjunto con “Franck”, pero una confusión en los planes lleva a éste a golpear al otro en la cabeza en medio del robo, provocándole amnesia y olvidado por completo dónde escondió la pintura. Al no obtener resultados por medio de la tortura, “Simon” recurre a una hipnotista (Dawson) para que lo ayude a recordar, pero entrar en la mente de “Simon” dirige a lugares inesperados, al menos por el público.

“Amnesia” no es una palabra que a uno le gusta escuchar en una película. Es un concepto trillado y demasiado conveniente, y aquí no es la excepción. Otras palabras que aparecen en el libreto son: uñas, fresa, iPad y rasuradora. Diría que vale la pena ver Trance por descubrir la manera tan accidentadamente cómica cómo una de éstas es utilizada, pero mientras Boyle y el cinematógrafo Anthony Dod Mantle nos deleitan las pupilas, McAvoy y Cassel intentan cautivarnos con las transformaciones de sus personajes y Dawson… se desnuda, el estímulo no es suficiente como para cargar con el filme. El problema no es que el argumento sea absurdo, es que no nos permite olvidar que lo es.