Extraiga prácticamente cualquier escena de The Revenant, véala fuera de contexto y estará presenciando una ejemplar muestra de las virtudes del lenguaje cinematográfico. La impecabilidad técnica del filme es intachable, desde la impactante fotografía y la mezcla de sonido hasta la bárbara dirección y el riguroso manejo de cámara. Toda persona que aspire a perseguir una carrera en el séptimo arte encontrará algo que admirar. El mexicano Alejandro González Iñárritu será para muchos un cineasta que se esmera por proyectarse como un artista insoportable –su soberbia se exacerba con los años y con cada nueva nominación- pero sus proezas directorales son contundentes. Como dice el cliché, al César lo que es del César.

Dicho eso, las fortalezas de su extraordinaria puesta en escena se sostienen de un frágil, llano y monótono argumento, el recurrente talón de Aquiles del director y guionista, que aquí retorna para adaptar una legendaria historia verídica acerca de la sed de venganza que impulsó a un hombre a prácticamente regresar de la muerte y sufrir monumentales adversidades para saciarla. Iñárritu –como ha repetido ad nauseam en cuanta entrevista le han hecho- buscó reproducir estás tétricas condiciones en la filmación, forzando a su elenco a tolerar escalofriantes temperaturas, al cinematógrafo a filmar únicamente con luz natural y a su protagonista, Leonardo DiCaprio, a incluso comer hígado crudo de un animal y meterse dentro del cadáver de uno, todo en nombre del arte. Estas anécdotas resultan interesantes, pero no son más que anécdotas, detalles tras bastidores que, si bien contribuyeron a la tenacidad fílmica expuesta en pantalla, solo sirven como un intento por engrandecer lo que escasea en ella.

Lo que escasea es principalmente peso emocional, aquello que le permitiría al filme trascender sus asombrosos logros técnicos e involucrar al público en la odisea de DiCaprio como “Hugh Glass”, el explorador y cazador que a principios del siglo 19 se arrastró a través de 200 millas luego de haber sido dado por muerto por sus compañeros en Dakota del Sur. El libreto de Iñárritu y Mark L. Smith le agrega un hijo a la historia de “Glass”, un indio mestizo quien muere a manos de “John Fitzgerald”, otro cazador encarnado efectivamente por un tosco e intimidante Tom Hardy, que quizá debió interpretar el papel principal. El problema es que la relación paterno-filial no se desarrolla en lo absoluto y el personaje de “Glass” acaba siendo un misterio -recurriendo infructuosamente a obtusos flashbacks para llenar los blancos-, por lo que la conexión nunca sobrepasa el característico sufrimiento del canon de Iñárritu, solo que aquí es físico en lugar de emocional.


Del mismo modo, la película se queda corta en sus aspiraciones temáticas, alcanzando la profundidad de una piscina inflable con respecto a lo que pretende decir acerca de la venganza. Mientras la ambición de Iñárritu parece haber sido fuertemente influenciada por el cine del gran Werner Herzog –quien obligó a su equipo de producción a cargar un bote de vapor de 30 toneladas por la selva amazónica en Fitzcarraldo-, el mexicano no emuló su perspicacia en torno a la naturaleza humana, circunscribiéndose meramente a los retos físicos. Cuando finalmente decide abordar el tema central en el desenlace, lo verbaliza de la manera más torpe y obvia posible, como si al final de The Godfather “Michael Corleone” le hubiese dicho a su esposa “¿sabes qué, Kay? El poder corrompe”.

Esto significa que la efectividad de The Revenant recae en la impresión que dejan sus aciertos artísticos –que incluyen una estupenda banda sonora a cargo de Ryuichi Sakamoto y Alva Noto- y la tolerancia para ver a DiCaprio sobrellevar todo lo que el director le lanza. En ambos departamentos ciertamente hay tela de donde cortar, comenzando primordialmente por la magnífica cinematografía de Emmanuel Lubezki, quien una vez más se encarga de levantar un filme de Iñárritu por encima de sus ineficiencias. Su distintiva cámara flotante parece regresar a la hermosa intemperie que retrató memorablemente en The New World a la vez que evoca al clásico ruso Letter Never Sent, otro drama de supervivencia de 1959 con el que The Revenant comparte ciertas similitudes.

En cuanto a la actuación de DiCaprio, ciertamente es impresionante, aunque desde un punto de vista que se confina a lo físico. La naturaleza del personaje restringe su amplio registro histriónico a gruñidos, gritos y otras muestras de dolor y desesperación que en cierto momento se tornan repetitivas a raíz de que el libreto no le ofrece más que eso. Iñárritu nunca ha sabido modular la intensidad de sus narrativas, y aquí, después de salvajes peleas con osos, flechazos, tormentas de nieves y caídas que matarían a cualquier hombre –entre otras adversidades-, el calvario de “Glass” se torna un tanto risible, como ver una caricatura de El Coyote y el Correcaminos interpretados por DiCaprio e Iñárritu, respectivamente. DiCaprio ha ofrecido al menos cinco mejores actuaciones en los últimos 15 años, por lo que resulta apropiadamente irónico que esta sea la que termine significándole el codiciado premio al que fue nuevamente nominado.

Pero como dije al principio, hay mucho que admirar en The Revenant. Es fácilmente el mejor trabajo de Iñárritu desde su debut con Amores Perros en el 2000 y el primero que no recae del todo en el falso sentido de importancia que impera en su obra. Si se ignoran sus mayores faltas, lo que resta es una entretenida película de venganza expertamente realizada, y en verdad no tiene por qué ser más que eso.