De que me sirve el dinero,
si estoy como prisionero
dentro de esta gran prisión
cuando me acuerdo hasta lloro
y aunque la jaula sea de oro
no deja de ser prisión.
                    - Los Tigres del Norte

A pocos minutos de iniciar, La jaula de oro establece ejemplarmente -y sin necesidad de palabras- el peligro inminente que predominará durante toda la película. Observamos cómo una jovencita entra en un baño de una zona rural sumamente pobre, se recorta el cabello muy pegadito, envuelve su busto en varias capas de vendaje y vuelve a la calle vestida como el niño por el que se quiere hacer pasar. Su necesidad de transformarse nos lleva a temer por ella incluso antes de que emprenda el largo camino que la llevaría desde Guatemala hasta Estados Unidos, persiguiendo esa ilusión de encontrar... algo, lo que sea, pues cualquier cosa parece mejor que su entorno.

Junto a ella hay muchos más, miles, que a diario viajan a bordo del tren conocido como La Bestia con miras a llegar al mítico Norte, simbolizado en este memorable debut cinematográfico del director Diego Quemada-Díez mediante inserciones de nieve cayendo, dándole un toque fantasioso a la trágica ilusión en la que las autoridades migratorias son el menor de los peligros. El cineasta español adopta el crudo naturalismo del veterano Ken Loach en su acercamiento a esta historia en la que sus protagonistas no tienen que esforzarse mucho para entrar en las pieles de sus personajes, pues son las de ellos mismos.

Filmando cronológicamente durante todo el trayecto entre Guatemala y Estados Unidos y trabajando con actores sin experiencia histriónica, Quemada-Díez alcanza un grado de realismo con el que difumina la división entre el documental y la ficción, logrando una experiencia narrativa y un desarrollo dramático que se va construyendo ante nosotros. Las actuaciones estelares de y Karen Martínez (Sara), Brandon López (Juan) y Rodolfo Domínguez (Chauk) –que le valieron al filme el premio al mejor elenco en Cannes- son únicas, orgánicamente empáticas y convincentes sin el calculado artificio que suele provenir de la académica.

El largometraje nos presenta su mundo antes de iniciar el viaje. Al principio hay tensión entre “Juan” y el indígena “Chauk”, el primero dejando ver su prejuicio por el segundo, pero a medida que los peligros aumentan en la forma de guerrillas, secuestradores y otros criminales que abundan en el camino, su vínculo se va haciendo más estrecho, pues no solo comparten los mismos miedos sino la misma ilusión: Estados Unidos, país que aparece en el filme mucho antes de llegar a él, pues sus símbolos –las barras y las estrellas, Mickey Mouse, el logo de Coca-Cola y los Yankees- figuran en el fondo así como en las vestimentas de los niños, quienes en una de sus muchas paradas se divierten retratándose frente a imágenes de la Estatua de la Libertad y disfrazándose como indios y vaqueros.

Sin embargo, aun en sus breves momentos de ternura, La jaula de oro no sacude la atmósfera de peligrosidad. Al contrario: la hace más palpable. Quemada-Díez nos atrapa con la inocencia de sus protagonistas, nos envuelve en ella y se encarga de que sintamos cada herida que trastoca su unidad, una que se va rompiendo y haciendo más débil a medida que se acerca a esa prisión dorada de la que cantaban Los Tigres del Norte, donde el final rara vez es mejor que el principio.

-- Lee la entrevista al director Diego Quemada-Díez --