Godzilla
El clásico personaje del cine japonés se redime ante los ojos de Hollywood en este estreno veraniego digno de su escala.
Nota de archivo: esta historia fue publicada hace más de 10 años.
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La pantalla grande a duras penas puede contener la inmensidad del indiscutible “Rey de los Monstruos” en Godzilla, producción hollywoodense que marca el regreso del icónico personaje japonés a la pantalla grande tras una década de su última película y 60 años después de su debut cinematográfico. Su retorno es triunfante, enorme, asombroso, algo que dista muchísimo de la última vez que pisó suelo estadounidense en 1998 en aquel aparatoso desastre de Roland Emmercih. Cuando “Gojira” está en pantalla, el entretenimiento veraniego no se pone mejor que esto, con la más atractiva y distintiva puesta en escena que se haya visto en un blockbuster en mucho tiempo.
Más allá de la satisfacción que nos provee el ver al titán radiactivo haciendo añicos ciudades bajo sus gigantescas patas, el largometraje de Gareth Edwards se destaca como una anomalía contemporánea. En tiempos cuando el público parece necesitar gratificación inmediata en todos sus estrenos comerciales, el cineasta británico toma prestado del manual de Steven Spielberg –canalizando a Close Encounters of the Third Kind, Jaws y Jurassic Park- y nos remonta a una época cuando el creciente suspenso se valoraba como una herramienta narrativa que hacía más suculento el plato principal. La cinta recompensa nuestra paciencia con un espectáculo de destrucción como solo "Godzilla" lo puede hacer, rindiendo tributo a los mejores filmes del Showa era (1954 – 1975) del coloso nipón.
Edwards se encarga de transmitir visualmente la escala en la que estará trabajando desde el principio. Luego de una excelente secuencia de créditos tipo documental que ofrece pistas acerca del origen de “Godzilla”, la película arranca en Filipinas en 1999, donde una pareja de científicos –interpretados por Ken Watanabe y Sally Hawkins- investiga algo que no debería existir en las profundidades de una excavación. La toma área hace ver a los miles de obreros en el socavón como meras hormigas caminando en fila. Acto seguido nos movemos a Japón, donde un niño camina entre sus figuras de acción. Edwards coloca la cámara al nivel de los juguetes, engrandeciendo los pies del menor, perspectiva que retiene durante gran parte de la cinta en su presentación de “Godzilla” desde el punto de vista de los humanos. Su objetivo es hacernos sentir diminutos, y vaya que lo logra.
El niño es “Ford Brody”, hijo de “Joe” y “Sandra Brody” (Bryan Cranston y Juliette Binoche), un matrimonio de ingenieros que trabaja en una planta nuclear en Japón cuando un fuerte seísmo –o lo que aparenta ser uno- la destruye, provocando un desastre nuclear que recuerda inmediatamente a Fukushima. Quince años más tarde, “Ford” (Aaron Taylor-Johnson) es un soldado estadounidense que vive casado con una enfermera (Elizabeth Olsen) y el hijo de ambos en San Francisco. Cuando “Ford” recibe una llamada informándole que su padre fue arrestado tras invadir el terreno contaminado, el militar viaja a Japón para pagar su fianza y reencontrarse con el hombre con quién ha perdido contacto desde la disolución de su familia.
“Joe” está seguro de que la catástrofe no fue a causa de un temblor y está empeñado en descubrir la verdad. Cranston se luce en su interpretación de un científico loco obsesionado por teorías de conspiración, papel que le da una efectiva gravedad emocional a la historia y una que lamentablemente pierde una vez el foco cambia de él a “Joe” luego del primer acto. Aunque ha probado ser muy talentoso en roles secundarios, Taylor-Johnson aún no es madera de protagonista, y la película sufre a consecuencia de ello cuando “Ford” se convierte en la figura central mientras seguimos a “Godzilla” desde las aguas del Pacífico hasta la costa oeste de Estados Unidos.
La realidad es que ninguno de los personajes –con excepción de “Joe”- funcionan satisfactoriamente a pesar de ser encarnados por tremendos actores. Watanabe mantiene una mirada perpleja y solo aparece para dar información acerca de “Godzilla”; Hawkins, Binoche y Olsen son totalmente desperdiciadas; y David Strathairn se limita a repetir un rol muy similar al que tuvo en The Bourne Ultimatum, como un general encerrado en un centro de comando gritando órdenes. El guión de Max Borenstein no les ofrece mayor dimensión que la que se ve en la superficie y la trama que traza carece de la profundidad metafórica que vimos en el clásico de 1954 de Ishiro Honda, largometraje que dio forma de imponente bestia prehistórica a los pelígros y catástrofes nucleares de una nación que las vivió en carne propia.
Sin embargo, los personajes bidimensionales y las tramas ligeras –para bien o para mal- han sido elementos de los filmes de "Godzilla" desde siempre. Lo importante es que el monstruo funcione, y en este departamento Edwards no decepciona. Las escenas de gran efecto dramático son verdaderamente asombrosas. El director británico demuestra un gran control y paciencia al posponer la aparición del gigante prehistórico lo más posible, haciéndonos rogar por ella. Cuando finalmente “Godzilla” está “ready” para su close-up, la cámara parece no poder abrir el tiro lo suficiente como para verlo en su totalidad, ofreciéndonos pequeños vistazos hasta que en el tercer acto nos regala con creces lo que vinimos a ver.
En este aspecto, Edwards está repitiendo el mismo acercamiento que utilizó en su ópera prima,Monsters (2010), otra película de monstruos gigantes que hizo mayormente en su laptop con un presupuesto de $100,000. Ahora, con un incremento exponencial presupuestario de cerca de $200 millones, Edwards plasma maravillas en pantalla a través de unos fantásticos efectos especiales que combinan el CGI con captura de movimientos que permiten a “Godzilla” mantener esa nostálgica apariencia de que dentro de él hay un hombre manejándolo, tal y como en las clásicas cintas del renombrado estudio Toho. La bombástica banda sonora de Alexandre Desplat le agrega una épica magnitud auditiva a la experiencia –a veces llenando los blancos que el monstruo no ocupa-, y de lo único que peca es de no incluir al menos subliminalmente una alusión musical al emblemático tema de “Godzilla” compuesto por Akira Ifukube.
Me he reservado bastantes detalles acerca Godzilla. Sorprendentemente la campaña publicitaria –con excepción del último tráiler- se ha esmerado por esconder lo mejor de la película, incluyendo sorpresas acerca de las fuerzas que combatirán en contra el monstruo que no me tocan a mí revelar sino a usted descubrir. Vivimos en tiempos cuando sabemos demasiado acerca de los estrenos incluso meses antes de pisar la sala. Me limito a decir que los fanáticos de “Gojira” saldrán más que satisfechos y pidiendo más, y los que aún no lo son, probablemente ahora la serán. Con suerte no tendremos que esperar diez años más para verlo otra vez en el cine, y si regresa con algunos de sus clásicos amigos y/o enemigos -Mothra, King Ghidorah, Baragon, etc.-, mejor aún. En 60 años, su rugido radiactivo no ha perdido ni una pizca de potencia.