La adaptación cinematográfica del insólito éxito “literario” (sí, las comillas son necesarias) Fifty Shades of Grey es como ver una película pornográfica que ha sido editada para las fanáticas pubescentes de Twilight que finalmente han madurado y ahora juran que están viendo una película para adultos. El explícito contenido sexual que figuró como el gancho principal de las tres novelas de la autora E.L. James –que muchos compraron y leyeron en secreto como si se tratasen de las obras prohibidas del Marqués de Sade- resulta tan escandaloso en la pantalla grande como la clasificación “R” lo permite. En otras palabras, tan arriesgado y chocante como un libro de educación sexual de escuela superior. De hecho, si uno se deja llevar por las risas nerviosas que se escuchaban en la sala cada vez que comenzaba una escena de sexo, es exactamente como la clase de educación sexual.

Hay desnudos, sí. Todos femeninos, claro. Hollywood le tiene fobia a los penes. También hay látigos, sogas, plumas, cadenas, antifaces, esposas y corbatas, entre otras herramientas que el multimillonario “Christian Grey” (Jamie Dornan) emplea para introducir a la ingenua y virginal “Anastasia Steele” (Dakota Johnson) a su mundo de subordinación, cuero y sadomasoquismo. “Kinky”… ¿verdad? Eh… no. Al lado de un filme como Nymphomaniac, de Lars Von Trier, Fifty Shades of Grey –en términos de contenido adulto y como una exploración de los deseos sexuales que aún resultan un tabú en la sociedad- parece una producción de Pixar. Llamémosla “Toy Story X”.

Si se remueve el sexo de un material que originalmente fue pornográfico (llamarlo “erótico” sería errado, ya que el verdadero erotismo es excitante y no accidentadamente cómico), lo que resta es el risible diálogo (“Si fueras mía serías incapaz de sentarte bien por una semana” / “Me gustaría morder ese labio” / “Yo no hago el amor. Yo chi***. Duro.”) y la patética trama. El conflicto del argumento pende –aunque usted no lo crea- de la decisión de “Anastasia” de firmar el extenso contrato de sumisión que le ha sido propuesto por “Christian”, el que incluye ítems que lamentablemente no podemos reproducir en este espacio, pero digamos que incluyen puños dentro de lugares que no son guantes de boxeo. Hay, incluso, una escena en la que los amantes negocian el contrato. Muy erótico,  sí.

Johnson y Dornan nunca encienden la pantalla. Se supone que la explosiva química se manifestara entre ellos desde que ella lo conoce a través de una entrevista, pero la chispa no está ahí. Johnson sí logra vender las escenas sexuales (¿supongo que eso es un cumplido?) y su transformación de inocente estudiante de literatura a mujer determinada es tan convincente como el material lo permite, pero Dornan… ay ay ay. El actor irlandés es tan seductor como una muñeca inflable, monótono en sus expresiones y con el registro histriónico de Ron Jeremy. Su “Christian” es un acechador compulsivo, posiblemente un psicópata, por lo que la actuación se beneficiaría de una pizca de carisma para al menos comprender cómo una mujer podría verse atraída por él más allá de lo físico.

Dicho todo esto, el largometraje no es un absoluto desperdicio. La directora Sam Taylor Johnson dirige el drama elegantemente, y junto al guión de Kelly Marcel, convierten lo que pudo haber sido un barato espejo fílmico de la chatarra literaria de la que proviene en algo que se deja ver, si por más ninguna otra razón que para poder hablar bien o mal de ella. Si se ve en un cine repleto de gente que se ríe al unísono de ella, cae cómodamente en esa categoría de “buenas malas películas” -esperemos que las dos secuelas estén en la misma liga-, pero como el primer capítulo de una trilogía, Fifty Shades of Grey es una flácida experiencia que no logra elevar el pulso, la temperatura ni… bueno, nada.