Nota de archivo: esta historia fue publicada hace más de 13 años.
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Se suele hablar del cine como una experiencia colectiva, pero The Tree of Life, el extraordinario nuevo filme del cineasta Terrence Malick, se distingue por ser una individual. Viéndolo por primera vez hace unas semanas, días antes de que ganase la Palma de Oro en el Festival de Cannes, supe de inmediato que había presenciado algo único y muy especial, pero no tenía idea de cómo iba a escribir sobre lo que había visto y sentido en la oscuridad de ese teatro. Creía –y aún creo- que podía redactar una crítica diaria por una semana sin tener que repetirme.
Cada espectador reaccionará de manera distinta a lo que observe en pantalla de acuerdo con el bagaje emocional que lleve consigo a la sala, en especial sus creencias y vivencias. La película transmite una amalgama de sentimientos a través de las más hermosas imágenes capturadas en celuloide en años – gracias a la gloriosa cinematografía de Emmanuel Lubezki- que para algunos espectadores servirán de reflexión en vista de la compleja simplicidad del argumento, mientras que para otros no serán más que la pretenciosa visión de un cineasta, y quizá la tilden de incoherente, tediosa y sin rumbo.
The Tree of Life nos pide que nos rindamos ante ella. Nuestro acondicionamiento por parte del medio nos lleva a esperar una trama bajo la estructura cinematográfica a la que estamos acostumbrados, buscando convencionalismos en un largometraje que está totalmente libre de ellos. Malick dirige como un poeta utiliza las palabras, evocando emociones a través del manejo de una cámara que parece flotar por entre los recuerdos del protagonista. Su estilo está libre de forma y prescinde casi por completo de la narrativa tradicional, por lo que nos fuerza a prestar atención, a ver, escuchar y –sobre todo- a sentir.
En su quinta producción en 38 años, Malick aborda con ambición y devoción lo que ha sido su tesis en cintas como The Thin Red Line y The New World: la relación del ser humano con su entorno, con la naturaleza, consigo mismo, con los demás, con la muerte y con Dios. La creación, el principio, el fin, de dónde venimos, qué hacemos aquí y hacia dónde vamos, son los cuestionamientos que conforman la espina dorsal de su guión y, aunque no son nada innovadores, no está de más meditar sobre ellos, más aún cuando son expuestos de manera tan majestuosa.
Luego de una breve introducción a quienes serán los protagonistas de esta historia -los miembros de una familia estadounidense-, el director nos presenta el origen del cosmos en una asombrosa y abstracta secuencia. Malick nos hace ver minúsculos e insignificantes ante la grandiosidad del universo, pero al mismo tiempo resalta el milagro que es la existencia humana, nacida del caos de la creación tras una larga serie de increíbles casualidades. El macro y el microcosmos vistos como uno.
Cientos de milenios transcurren y llegamos al estado de Texas en la década de los 50 donde nace “Jack O’Brien”, primogénito de un matrimonio interpretado por Jessica Chastain y Brad Pitt, quien da una de las más admirables y difíciles actuaciones de su carrera. Años pasan en cuestión de minutos y el peso e indeleble poder de éstos se hacen sentir mediante un sublime montaje de suma armonía estética y auditiva que muestra el nacimiento y crecimiento de “Jack” junto con los otros dos hijos de la pareja hasta llegar a la adolescencia.
Tal y como ha sido su costumbre desde Badlands, su ópera prima, Malick ofrece un acercamiento introspectivo a sus personajes por medio de narraciones. A través de ellas conocemos que hay dos maneras de vivir la vida: el camino de la gracia y el de la naturaleza. La afectuosa madre sigue la primera mientras que el sumamente estricto -pero cariñoso- padre imparte la segunda a sus hijos. En medio de estas dos vertientes se debate “Jack”, encarnado por el joven debutante Hunter McCracken con una naturalidad tan genuina que nos lleva a olvidar que se trata de un papel ficticio.
La cinta es posiblemente la mejor representación cinematográfica del desarrollo de la vida humana que jamás se haya proyectado en pantalla. Captura las indescriptibles emociones que nos dan los hijos, las duras lecciones que se aprenden durante el proceso de maduración, los conflictos internos de los padres y el amor fraternal que no se parece a ninguno otro. A través de sus 138 minutos –que para mí fueron muy breves- pude apreciarla desde la típica perspectiva de un apasionado cinéfilo, pero además como hermano, hijo y padre. No recuerdo poder decir eso de ningún otro largometraje.
Ésa fue mi experiencia y lo invito a que usted descubra la suya, si así lo decide. La forma como está construida esta película no se acopla fácilmente al ejercicio de crítica que realizo semana tras semana. Resumir la trama o destacar detalles técnicos y/o artísticos de la producción, aunque más que meritorio, no es suficiente como para expresar dignamente todo lo que ofrece. Es una obra maestra, prueba indiscutible del poder trascendental del séptimo arte, y, si es cierto que una imagen vale más que mil palabras, el valor de The Tree of Life es exorbitante.
*Esta semana en Pa'l Cine le dedicamos nuestra segunda edición de la serie "Cine de autor" a la filmografía del director Terrence Malick.