Como si estuviese cegado por la nostalgia de su época formativa como cinéfilo, el director J.J. Abrams está tan enfocado en que su nueva película, Super 8, parezca una producción de Steven Spielberg de la década del 80, que olvida por completo el elemento fundamental que logró que el poder de éstas haya perdurado a través de los años: un fuerte vínculo emocional entre el espectador y la historia.

Abrams trata –y es un muy buen intento- pero al final sólo consigue rendir tributo superficialmente a las obras de su ídolo. Super 8 se ve como una producción circa 1984 de Amblin Entertainment –la casa productora de Spielberg que nos dio clásicos como E.T. The Extra-Terrestrial y The Goonies- pero no se siente como uno de ellos. Las grandes fortalezas del largometraje sucumben ante las debilidades de un guión carente de una sólida estructura, emocionalmente hueco y con arbitrariedades tan inconsecuentes a la trama que incluso comienzan desde el título del filme.

El cineasta detrás de Star Trek y la serie de televisión Lost toma prestado de tantas cintas de Spielberg –Jaws y Close Encounters of the Third Kind, además de las mencionadas anteriormente- que resulta casi imposible identificar su propia voz como artista. Su dirección es estupenda, en especial en el manejo del excelente y joven elenco al igual que el trabajo de cámara, pero el libreto de su autoría se lee más como un homenaje a una era pasada que como una historia que pudo formar parte de ella. 

Donde mejor se aprecia el toque personal de Abrams es en el primer acto del largometraje cuando los protagonistas nos son presentados. A cuatro meses de haber sufrido la pérdida de su madre, “Joe Lamb” y sus compañeros de clase -residentes de un pueblito de Ohio en 1979- emprenden un nuevo proyecto cinematográfico para competir en un festival de cine. Estas primeras escenas están llenas de magia y lo que aparenta ser matices biográficos de Abrams, mientras observamos el rodaje de una cinta amateur de zombies con una cámara súper 8 y un rudimentario equipo de iluminación.

Pero entonces ocurre un descarrilamiento en la película –literal y figurativamente- cuando los jovencitos presencian el aparatoso accidente de un tren. “Joe” observa como… “algo”, se escapa de uno de los vagones y la Fuerza Aérea llega hasta el área con el propósito de ocultar lo ocurrido y dar con el paradero de ese… eh,  “algo”. (Abrams recurre constantemente al secretismo en sus herméticas producciones en un intento de darles un aura de misterio que no siempre cumple con las expectativas, como en este caso).

A partir de este punto, el director y guionista no haya el balance adecuado entre una típica historia de monstruos y un coming-of-age story. Ambas narrativas no se hilvanan de ninguna manera sino hasta el final –y aún así insatisfactoriamente- cuando la resolución de la problemática relación entre “Joe” y su padre llega a una forzada y precipitada resolución que aspira a tener la misma catarsis del final de E.T. pero no lo logra debido a que Abrams nunca le proveyó desarrollo alguno.

Canalizando en todo momento las influencias de Spielberg, Abrams mantiene oculta la identidad de su “algo” durante la mayor parte del largometraje para generar suspenso, tal y como hizo Spielberg en Jaws con el tiburón blanco. Pero Spielberg no mostró más a su bestia simplemente porque el depredador mecánico no funcionaba adecuadamente. Fue un fortuito accidente. Abrams, por el contrario, tan sólo nos da breves y opacos vistazos de su monstruo. Cuando finalmente lo enseña, no sólo es decepcionante y demasiado tarde, sino que además su relación con los protagonistas es inexistente.

En contraste, sí hay que aplaudir el trabajo del joven elenco, en especial la fantástica Elle Fanning como “Alice Dainard”, el interés amoroso de “Joe”, interpretado por Joel Courtney. Ambos realizan un admirable esfuerzo por hacer que sus papeles tengan peso emocional y la genuina dinámica entre ellos y el resto de los adolescentes es magnífica. Desafortunadamente, su impresionante talento no es suficiente y quedan defraudados por el guión.

Super 8 no es una mala película –contiene méritos tanto artísticos como histriónicos- pero sí es sumamente frustrante. Los ingredientes estaban todos ahí para confeccionar una cinta memorable que a su vez homenajeara la temprana filmografía de su productor, Spielberg. Sin embargo, Abrams inclinó la balanza hacia la nostalgia y no se esforzó por arreglar las fallas de su guión. Su talento como director es asombroso, pero al intentar emular a ídolo, su tributo se queda corto en el departamento más importante: corazón.

Los dejo con el episodio de esta semana de Pa'l Cine en el que hablo más a fondo sobre las influencias de Abrams en Super 8.