Nota de archivo: esta historia fue publicada hace más de 11 años.
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Cada cierto tiempo llega una película, como Life of Pi, que reafirma por qué no existe mejor manera de vivir el cine que ante una pantalla grande, ya que se trata de obras cinematográficas cargadas de tanta riqueza visual que requieren de un escenario digno para poder admirarlas en todo su esplendor.
La mano de un maestro es esencial, y el director Ang Lee lo es. Mientras los estudios han aprovechado la resurrección de la tecnología tridimensional para inflar sus arcas al aplicársela a múltiples estrenos independientemente de que lo ameriten, cineastas de la talla de Martin Scorsese (Hugo), Wim Wenders (Pina) y, ahora, Lee, han aprovechado el 3D para deslumbrarnos con imágenes que parecen extraídas del mismo éter de donde emanan los sueños.
El director de Crouching Tiger Hidden Dragon transfiere al séptimo arte la aclamada novela homónima de Yann Martel –adaptada al cine por el guionista David Magee-, rica en realismo mágico, humanismo y, sobre todo, espiritualidad. Incluso lo ateos encontrarán algo de qué aferrarse en esta historia que promete que, al concluir, hará de quien la conozca -quizás- un creyente en la existencia de Dios.
Pero mejor no piense en eso por ahora. Las películas religiosas suelen ahuyentar a un sector del público que no desean ir al cine para recibir un sermón. Sin embargo, Life of Pi es sobre el viaje, no el destino, y no se casa con ninguna religión en específico. Su protagonista, “Pi”, se describe como un hindú, católico y musulmán, refiriéndose a la fe como “una casa con muchas puertas”. Su acercamiento a las distintas religiones proviene de un profundo deseo por comprender los misterios de la vida.
“Pi” es interpretado de adulto por Irrfan Khan. Al principio lo vemos en el presente, hablando con un autor en busca de una historia extraordinaria que escribir. “Pi” le ofrece exactamente eso al narrarle cómo sobrevivió durante meses en altamar a bordo de un pequeño bote que compartió con un tigre de bengala. Increíble, ¿no? Pues “Pi” lo hace creíble, aun dentro de la singular visión de Lee que enriquece la experiencia a través de un fantástico espectáculo audiovisual.
Durante poco más del primer acto, la estructura del largometraje se traslada entre el presente y el pasado, donde Suraj Sharma encarna as “Pi” como un adolescente que lo pierde –casi- todo cuando se hunde el navío en el que viajaba junto a su familia y los animales del zoológico que tenían en India. El vaivén entre distintos tiempo es un tanto problemático en cuestión de ritmo, pero una vez “Pi” se ve atrapado en el bote junto al tigre es cuando Life of Pi verdaderamente se torna cautivante.
En una travesía que evoca al clásico de Hemingway, The Old Man and the Sea, Lee nos coloca en la misma barca junto a ambos tripulantes mientras observamos cómo las convicciones religiosas de “Pi” son puestas a prueba una y otra vez, mientras su inmensa fe es lentamente devorada por las inclemencias de la naturaleza. El director aprovecha este extenso periodo para hipnotizarnos con sublimes paisajes, cargados de una belleza que parece ilusoria y que, mediante la tecnología 3D, se transforman en nuestro entorno.
Que al final el filme logre su ambiciosa propuesta dependerá del bagaje con el que cada espectador entre a la sala. Si hay algo que reprocharle es la manera como en su coda se encarga de deletrear su mensaje para el fácil consumo, extrayéndole impacto a sus hermosas cualidades metafóricas. Pero aun cuando Life of Pi culmina en un aterrizaje forzoso, el indeleble poder de sus imágenes es incuestionable. Independientemente de que usted crea o no en Dios, lo hará creer en el futuro del cine.