“Django Freeman”. La “D” es muda, pero la película que protagoniza este esclavo afroamericano convertido en caza recompensas, Django Unchained, es todo lo contrario. Su director, Quentin Tarantino, podrá ser muchas cosas (engreído, genio, audaz), pero el término “mudo” nunca ha sido utilizado para describirlo a él ni a su brillante trabajo. En su más reciente filme, las palabras –como suele ser la norma en sus excelentes guiones- poseen mayor poder que las balas, aunque las segundas hacen su fulminante aparición cuando las primeras no obtienen resultados.

Del mismo modo que Inglourious Basterds se basó en una vieja película de guerra de 1978 para reescribir la historia de la Segunda Guerra Mundial, Tarantino ahora se inspira en el clásico spaghetti western Django (1966) para indagar en la gran vergüenza estadounidense de la esclavitud, exponiendo sin tapujos su salvaje brutalidad y, sí, también para perpetrar quiméricas venganzas retroactivas. Superficialmente, Django Unchained es un western revestido por la cultura popular, pero con una vasta cantera subterránea que invita a hurgar.

La acción se desarrolla en los estados sureños (razón por la cual Tarantino ha especificado que esto es un southern, no un western) dos años antes del inicio de la Guerra Civil. Jamie Foxx encarna a “Django”, un esclavo que es comprado y liberado –aunque no en ese orden- por el caza recompensas alemán “King Schultz”, interpretado por el ultra elocuente y carismático Christoph Waltz como si fuese un lejano pariente del coronel “Hans Landa”, de Inglourious Basterds, igual de tenaz sólo que con un grado mayor de humanidad.

“King” necesita que “Django” les identifique a unos sanguinarios esclavistas a cambio de parte de sus ganancias. Sin embargo, cuando el alemán se da cuenta de que el esclavo posee un talento innato para el tiro al blanco, le ofrece la oportunidad de matar más criminales blancos junto a él. ¿Qué esclavo podría rechazar semejante oferta? “Django” accede pero además quiere la oportunidad de rescatar a su esposa que fue vendida a la plantación más infame de Mississippi: Candyland, gobernada por “Calvin Candie”, Leonardo DiCaprio en un detestable y repugnante papel tan bien logrado que da gusto odiarlo.

Waltz y Foxx son perfectos camaradas en pantalla, con “King” como la brújula moral y el estratega que mantiene controlada la sed de venganza de “Django” por medio del gran poder de oratoria que posee el histrión alemán. Foxx es un gran contraparte -introspectivo, callado y peligroso-, diciendo más con su mirada que lo que puede expresar con la boca, como seguro aprendió a hacer “Django” durante décadas de abuso.

La travesía de este dúo adquiere cualidades homéricas en el estupendo guión de Tarantino, enfrentándolo a distintos obstáculos mientras va de misión en misión que sirven para revelar detalles de su carácter y desarrollar los personajes. El humor nunca puede faltar en el texto de Tarantino y aquí posee un tono satírico –casi “Mel Brooksiano”-, subrayado por la más cómica de las escenas en la que el Ku Klux Klan es el blanco de la mofa. La comedia se va tornando más incómoda a medida que la película avanza, pero siempre está presente como válvula de escape.

Esto no significa que el cineasta se tome el tema de la esclavitud a la ligera. Tarantino parece estar queriendo ir atrás al género de los spaghetti westerns que tanto lo influenciaron para ofrecer una perspectiva totalmente distinta y mucho más a tono con las realidades de la época. La violencia en Django Unchained es explícita, a veces difícil de mirar, y cuando se expone se hace con la seriedad que merece… al menos hasta que Tarantino está listo para liberar la furia de “Django”, tal y como lo hizo con “The Bride” y los “Basterds” en sus cintas anteriores.

Si de algo peca su largometraje es en su extensión. Este es el primer trabajo de Tarantino sin la editora Sally Menke –quien falleció en el 2010- y su ausencia es notable. Su toque habría sido bienvenido, aunque no necesariamente para recortar la cinta de casi tres horas de duración, sino quizá para alargarla. Tarantino ha dicho que existe un corte de entre cuatro y cinco horas. De primera impresión, Django Unchained pudo ser más concisa o más extensa. Como está, sufre un poco de problemas de ritmo, aunque Inglourious Basterds la encontré larga la primera vez y luego perfecta, por lo que podría cambiar de parecer cuando revisite el filme tan pronto pueda.

De lo que si estoy seguro es que Django Unchained es mucho más que la suma de sus partes. Más allá de las fantásticas actuaciones, los memorables parlamentos, la impactante puesta en escena y la tremenda dirección, hay una rabiosa autocrítica en el corazón del filme. Está ahí, a veces cubierta por un tono sardónico o detrás de la elocuencia y los buenos modales de “King” y “Candie”, pero siempre latente. Tarantino se encarga de mantenerlo divertido –porque deshacerse de asquerosos, opresivos e inhumanos racistas, seamos sinceros, lo es-, pero el peso de su obra siempre está en sus palabras.