A Ghost Story
David Lowery dirige una historia fantasmal, exenta de espantos, pero preocupada con la muerte.
Nota de archivo: esta historia fue publicada hace más de 7 años.
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Hace unos meses me enviaron una foto de la casa en la que viví durante 25 años, desde que nací hasta que me casé. No se veía como la recordaba. Un incendio había destruido una parte considerable de la estructura, principalmente la cocina y terraza. Miré la imagen detenidamente por varios minutos, ampliándola en el celular hasta que perdía resolución y los pixeles se distorsionaban. A pesar de que hacía 12 años que no vivía ahí, y ya no era propiedad de mi familia, las lágrimas llegaron, conmovido por lo que se sintió como una ola azotándome de golpe y sin aviso, compuesta de recuerdos, la mayoría entrañables, otros, no tanto, pero todos atados a ese pedacito de tierra que ahora veía ennegrecido, cubierto de cenizas y escombros.
Recordé esa foto tras ver A Ghost Story, una historia, tal y como dice el título, de fantasmas, en el sentido literal de la palabra, aunque su director y guionista, David Lowery, está más preocupado con la connotación figurativa. El cineasta es un ateo confeso, pero su objetivo no es rechazar la espiritualidad ni negar la posibilidad de la vida después de la muerte. Su película se plasma abiertamente en pantalla, exponiéndonos a ideas e imágenes –sublimemente captadas por la impactante cinematografía de Andrew Droz Palermo- que invitan a ser interpretadas desde distintas perspectivas. A través de ella, Lowery pondera artísticamente el lugar que cada uno de nosotros ocupamos en tiempo y espacio, así como aquellas huellas –llamémosle “fantasmas”- que dejamos atrás cuando partimos de este plano existencial.
Resulta paradójico que un filme con ambiciones tan profundas parta de algo tan tonto como la figura de alguien cubierta por una sábana blanca con dos agujeros negros, el disfraz de Halloween más barato que se puede crear, pero esta es la imagen que el director elige para representar sus preocupaciones, y lo que al principio pudiese ser motivo de risa, con el tiempo adquiere gravedad. El hombre debajo de la manta es Casey Affleck, cuyo personaje fallece en un choque a pocos minutos de comenzar la película. Su pareja, interpretada por Rooney Mara, se queda sola en la casa que ambos compartieron y en la que él ahora habita como un fantasma, observando a su amada lidiando con su muerte.
Pero A Ghost Story no es acerca del duro proceso de su duelo. Su enfoque no está en los vivos, sino en los muertos, o más bien, lo que queda de ellos. No quiero entrar en los detalles de la trama, aun cuando esta no es el impulso de la historia. Lowery emplea una narrativa bastante ligera y libre de forma, similar a la utilizada por Terrence Malick o el propio Lowery, quien aquí también funge como editor, en la edición de la surreal Upstream Color. El cineasta juega con el tiempo, enfatizando su naturaleza infinita, multidimensional y etérea, para presentar el viaje existencial de esta fantasma. Revelar hacia dónde se dirige, sería privarlo a usted de descubrirlo por sí mismo.
Sí puedo decir que el filme se siente tan íntimo como cósmico, incluso cuando la mayoría del argumento se desarrolla dentro de la misma casa. La evocadora banda sonora de Daniel Hart abona a este sentido de que los límites del filme trascienden el encuadre, con tonos, arreglos de cuerdas y cánticos corales capaces de poner al espectador en un tipo de trance, estimulando a que el intelecto, creencias y vivencias de cada uno llenen los blancos que Lowery deja en su obra. Claro, esto será para aquellos que puedan ubicarse en la misma onda letárgica y contemplativa del director, quien no tiene reparos en, por ejemplo, poner a Mara a devorar una tarta durante nueve minutos en dos tiros estáticos e ininterrumpidos.
Pero la paciencia es una virtud que aquí pudiese ser recompensada. Paciencia como la que demuestra el protagónico fantasma -eterna, inquebrantable- en búsqueda de sentido, de alguna prueba de que existió y alguien se acuerda de él, de que su pasaje por este mundo no pasó inadvertido. Fantasmas que también pudiesen ser interpretados, no como espíritus, sino como recuerdos, adheridos a una canción, un olor o algún lugar, como una casa quemada que tantos años de memorias albergó.