Por Johanna Rosaly / Actriz

Allá para mayo, una persona a quien conozco de muchos años me dijo:

-Es fácil. Llenas la solicitud y pones que dejaste de ganar dinero porque los proyectos de teatro que tenías pendientes se cancelaron.

-Pero es que no tenía pendiente ningún proyecto, le dije yo.

Y es que la industria del teatro ha decaído mucho desde su apogeo en los años ’80, cuando los productores-empresarios nos “aseguraban" para sus proyecto con al menos un año de antelación, no fuera a ser que cuando llegara la hora de empezar ensayos, fotos, promoción, etc., estuviésemos comprometidos con otra pieza. Ahora se hacen muy pocas obras y siempre hay actores disponibles, aún a última hora.

-No importa, me insistió. Consigues que algún amigo te haga una carta en papel timbrado de su compañía asegurando que te tenia entre sus planes y que tuvo que cancelarlos. Con tu prestigio, ¿quién lo va a cuestionar?

Y ahí fue que quedó meridianamente claro lo que tenía que hacer. Estaba en juego mi prestigio. Tenía que decir NO.

A través de mi larga, larguísima carrera (63 años de trabajo profesional se cumplieron este mes de septiembre) he dicho NO muchas veces. Casi siempre ha sido difícil hacerlo: cuando un famoso productor y director me ofreció una carrera de cine en México, pero yo tenía esposo y dos niños pequeños; cuando un personaje hermoso y hasta protagónico en “Lo que le pasó a Santiago” realmente no “me iba” y opté por uno menor; cuando el presidente de la televisora intentó que dedicara mi segmento de “Arte, Cultura y Entretenimiento” en el Noticiario a bodas y divorcios faranduleros; cuando un productor teatral decidió cambiar el título de la obra por uno “más comercial”, tergiversado el sentido de la pieza; cuando de México me reclamaron de nuevo -treinta años más tarde- esta vez no para cine, sino para telenovelas, pero ya yo había abandonado ese género a favor del periodismo... y así sucesivamente.

Johanna Rosaly
Johanna Rosaly (Suministrada)

Cada NO fue resultado del respeto por mi trabajo previo, de una búsqueda en mi conciencia, de la convicción de que aunque dejara de ganar dinero o fama, estaría en paz conmigo misma, y el prestigio que había alcanzado hasta ese momento no se vería lastimado.

Mientras, en el plano familiar, innumerables veces respondí NO a una petición de mis hijos, cuando hubiese sido más fácil acceder. Criar, para bien y para mal, dignifica decir NO muchas veces.

En la vida pública vemos infinidad de situaciones en las que aquellos que nos representan políticamente frecuentemente se hacen sordos a las necesidades Juan del Pueblo, pero rara vez dicen NO a sus “amigos del alma” o miembros de su parentela cuando les piden un contratito o un puesto en el Gobierno, vendiendo su alma al mejor postor y entregando su dignidad y buen nombre. Tampoco dicen NO cuando achichinques y aduladores les hacen creer que merecen disfrutar autos de lujo, viajes en helicópteros y cenas opíparas en salones con aire acondicionado mientras el pueblo carecía de agua, luz y comida.

Pero, en mi caso, la respuesta a la exhortación de mi conocida a que solicitara de los fondos PUA no se hizo esperar: dije NO. No los solicitaría, no buscaría a alguien que asegurara que tenía proyectos que se cancelaron, porque no era cierto. No mentiría, y por esa razón este verano fui varios miles de dólares más pobre que si los hubiese recibido. Pero dije NO, y me alegro.

Y el 3 de noviembre, cuando nos pongan delante una papeleta inútil de SÍ o NO, solo concebida para enardecer las huestes anexionistas y llevarlas a votar por un partido lacerado por el desprestigio, la corrupción y las luchas internas, haré igual que cuando en octavo grado el nene que me gustaba “me pidió el sí”: diré NO.