Por Johanna Rosaly / Actriz

No ha sucedido aún en Puerto Rico, pero sucederá.

Sería iluso pensar que lo que está sucediendo en países mucho más preparados en infraestructura médica y con más recursos económicos, no va a darse en nuestro país, pobre y dolorosamente dependiente de decisiones tomadas a distancia y con desdén por una metrópolis con serios problemas propios.

Veamos el hipotético escenario:

Una médica de emergencias se comunica telefónicamente con el familiar más cercano de un paciente conectado a un respirador. Le informa que su madre, padre, abuela, hermano o hija está falleciendo en desesperada agonía por respirar. Al extremo de la comunicación se emiten gemidos y llantos de frustración y desgarrador dolor.

Al agonizante, afortunado hasta ese momento porque 1) fue diagnosticado, 2) le fue asignada una cama de hospital, 3) fue aceptado en la unidad de cuidados intensivos, y 4) se localizó un respirador para él, se le agota la suerte. Y muere.

Muere solo. Y ahí está la tragedia mayor.

Ese tránsito hacia la oscuridad (o la luz, según la creencia de cada cual) no debería ser a solas.

Hemos estado acompañados desde que fuimos engendrados: primero por el acompasado respirar y latir del corazón de nuestra madre, después por los abrazos de la familia, más tarde por los de el/la que escogimos para caminar por la vida, y cuando se acerca el final por la inocencia de los que llevan nuestros genes hacia el futuro.

Es terrible que en el momento de decir adiós a tanto amor tengamos que hacerlo solos. Si me preguntan a mí, ESO es lo que más me asusta de caer con esa enfermedad en estos momentos.

A mis padres los acompañé hasta el final, pero nunca podré perdonarme, aunque estuvo fuera de mi control, no haber estado junto a mi hermano.

Irse solo tiene que ser espantoso. Y para los que aman a quien se va, la pena no tiene igual.

¡Conservemos la salud! ¡Quedémonos en casa!

Apostemos al futuro.

Johanna Rosaly (Archivo)
Johanna Rosaly (Archivo) (GERALD.LOPEZ@GFRMEDIA.COM)