Los invencibles
El actor Jorge Castro comparte una emotiva reflexión alusiva a la muerte de su amigo Albert Rodríguez.
Nota de archivo: esta historia fue publicada hace más de 3 años.
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Los actores somos unos especímenes raros. Somos de los seres humanos más contradictorios que existen en la creación después del ornitorrinco. Por un lado, tenemos un ego tan saludable que nos da la valentía, el coraje y el arrojo de exponernos y enfrentarnos a un público, mostrando en ocasiones lo más vulnerable de nosotros y, por otro lado, podemos ser los seres más inseguros del planeta.
Justo en el momento que vamos a entrar a escena y demostrar todo lo que hemos construido en meses de trabajo, nos hacemos la misma pregunta... ¿por qué carajos yo me metí a hacer esto? Y por unos segundos estamos convencidos que el público nos va a odiar, que nadie se va a reír y que vamos a hacer el ridículo. Salimos a escena hechos una mierda y luego que decimos la primera línea, y escuchamos al público reír, pensamos “soy una jodienda”.
Así vamos por la vida, en momentos creemos que somos Anthony Hopkins o Meryl Streep y en otros pensamos que los personajes que hacía Colibrí nos quedan grande.
Con esa dicotomía emocional divagué mis primeros años como actor. Luego, en una afortunada coyuntura, donde los planetas, los chacras y el calendario chino se confabularon, tropecé en el camino con Sunshine Logroño, Efraín López Neris, René Monclova, Marian Pabón, Cristina Soler, Suzette Bacó y Albert Rodríguez.
Al principio, como siempre, éramos compañeros y amigos queridos que tuvimos la fortuna de tener trabajo, pero pronto nos convertimos en algo más. Disfrutábamos tanto lo que hacíamos juntos que la complicidad se transformó en otra cosa. Cuando dejamos el ego individual a un lado y empezamos a pensar en el colectivo, nos dimos cuenta que juntos éramos mucho más de lo que éramos por separado. Uno empujaba y retaba al otro a ser mejor.
De pronto se acabaron las inseguridades y los miedos. Salía a escena sabiendo que tenía al lado a mis hermanos dándolo todo para que todos quedáramos bien. Solos podíamos ser vulnerables, pero cuando estábamos juntos, nos sentíamos invencibles. Cuando estábamos juntos, nada parecía imposible... excepto hacer una coreografía. Aun con todo el apoyo del grupo, nunca pudimos lograr que Albert se aprendiera un baile y yo le seguía los pasos.
Vimos crecer a Félix, Camila, Mirna, Ivana, Lara y Sarita. Se criaron con nosotros entre luces y bastidores. Viajamos juntos, nos emborrachamos juntos, lloramos juntos y sufrimos juntos. Aun cuando, al pasar de los años dejamos de vivir en el mismo Condominio y cada cual tomó otros caminos, cada vez que nos volvíamos a juntar en una obra de teatro o para cualquier cosa, nos sentíamos igual: invencibles... menos cuando Suzzie nos pidió que fuéramos voluntarios en una feria para mascotas que hizo en el Parque de las Ciencias de Bayamón, donde ella esperaba a cinco mil personas como mucho y llegaron 30 mil. Ese día terminamos hechos mierda, pero la feria fue un éxito. ¿Por qué? ¡Somos invencibles!
Los años nos trajeron otros caminos, otros canales, y otros programas. La pandemia nos mantuvo más alejados, como a todo el mundo. Nos podíamos llamar, escribir o vernos por las redes, pero no nos podíamos juntar. Estábamos seguros que cuando pasara todo esto nos íbamos a ver en una fiesta, una obra u otro embeleco de Suzette.
El 15 de marzo me llama Marian; yo acababa de acostar a Olivia para su siesta. “¡Hola Mariana!”.
En los días siguientes me pregunté muchas veces, ¿y si no le hubiera contestado el teléfono a Marian? Quizás, si lo hubiera dejado sonar hubiera creado otra realidad, una realidad alterna en donde Albert hubiera llegado a la escuela donde lo esperaban esa mañana y todo fuera como antes... pero contesté el teléfono y todo cambió para siempre.
No recuerdo cómo llegué a casa de mi amigo, borré de mi memoria el trayecto. Dejé el carro en medio de la calle, empujé a Richard, el esposo de Deddie, subí las escaleras y entré a su cuarto. Ojalá no lo hubiera hecho; es difícil para un fotógrafo borrar una imagen de su mente. Richard me ayudó a bajar las escaleras porque no sentía mis piernas.
Poco a poco llegaron los demás. Allí, entre muchos amigos que como yo amábamos a Albert, me volví a encontrar con Sunshine, René, Marian, Cristina y Suzzie. Nos abrazamos, gritamos, lloramos juntos y por primera vez nos dimos cuenta que jamas volveremos a sentirnos invencibles.