Por Johanna Rosaly / Actriz

Los viejos de hoy, esos que llaman boomers, somos hijos de una generación prodigiosa que se sobrepuso a grandes calamidades, pero también se dejó deslumbrar por grandes mentiras.

Me explico: mis padres -ambos- fueron niños y jóvenes durante dos de los más devastadores huracanes de nuestra historia (San Felipe y San Ciprián) y luego la Gran Depresión de la década de los ‘30, cuando comer carne de res era improbable, y el pollo era un lujo dominguero que se hacía rendir a base de hacerlo en arroz, asopao o fricasé, nunca asado o frito de modo que hubiese la tentación de más de una presa por comensal. Los zapatos (que se heredaban de hermano a hermano) se hacían rendir poniéndoles cartones adentro, entre el pie y la suela ya gastada y ahuecada. Los vestidos -hechos siempre a la medida gracias a hábiles manos de costureras de barrio- se alteraban para ajustarse de tía gordita a sobrina flaca, de traje entero a falda y blusa, de moda pasada a último grito, según las revistas de Hollywood. Los muebles, las vajillas, la ropa de cama y otros bienes domésticos debían ser duraderos, para pasarse de generación en generación. Eso de muebles bonitos y modernos pero “baratos” que se estropearían más o menos coincidiendo con el aburrimiento de sus propietarios era algo impensado.

Así crecieron nuestros padres nacidos hace un siglo.

Cuando, pasada la Depresión económica y el racionamiento de la Segunda Guerra Mundial, llegó la ‘bonanza’ de “Operación Manos a la Obra” y la famosa “Vitrina del Caribe”, nuestros padres se dejaron seducir por el catálogo de Sears lleno de objetos hechos de plástico, los muebles ‘daneses’ con sus cojines finitos que se deformaban, la ropa pre-hecha en tallas que no se ajustaban a sus cuerpos caribeños, y todo lo que significaba ‘modernidad’ con sus nefastas connotaciones de consumismo y deshecho. Para ellos, si ambos cónyuges se integraran a la fuerza laboral y además limitaban los hijos, el confort estaba prácticamente garantizado.

Hoy SABEMOS que ‘el que guarda siempre tiene', si llevas siete semanas sin trabajar y no has cobrado un centavo; que ‘siempre hay que tener algo en la hornilla de atrás’ si los supermercados y farmacias están difíciles de accesar; y que ‘lo viejo guarda lo nuevo’ si ya no tienes a dónde lucir ropa que pudieras querer estrenar"

-Johanna Rosaly

Y lamentablemente, ese enamoramiento nos lo pasaron a nosotros, los consentidos baby boomers para quienes Santa Claus traía no uno, sino muchos juguetes, mientras que los Reyes Magos solo llegaban con ropa y cosas para la escuela (¡ugh!).

Fuimos los primeros teenagers, con modas, música, y hasta comidas creadas específicamente para nosotros. Fuimos los primeros universitarios en la mayoría de las familias del país. Fuimos los primeros jóvenes adultos para quienes comprar casa propia era una expectativa normal para una pareja casadera, así como eventualmente tomar vacaciones, viajar, educar los hijos en colegios, ofrecerles campamentos de verano, ligas de beisbol, clases de ballet, etc.

Pero en el fondo de nuestros recuerdos estaban los comentarios que a nuestros padres se les zafaban una y otra vez, aunque quisieran olvidarlos : “el que guarda siempre tiene”, “siempre hay que tener algo en la hornilla de atrás”, “lo viejo guarda la nuevo”... Frases que destilaban frugalidad, prudencia y recuerdos de tiempos duros.

En este, NUESTRO tiempo duro, nosotros -los antiguos consentidos niños de la post guerra, los caprichosos adolescentes de los ‘50 y ‘60, los transgresores hippies de los ‘70, los ambiciosos adultos de los ‘80, los arrogantes maduros de los ‘90 y trans milenio- echamos mano de esas frases casi olvidadas en el desván del subconsciente, esas frases que se le escapaban a nuestros padres, y que nos parecían tan absurdas e inconsecuentes.

Hoy SABEMOS que “el que guarda siempre tiene”, si llevas siete semanas sin trabajar y no has cobrado un centavo; que “siempre hay que tener algo en la hornilla de atrás” si los supermercados y farmacias están difíciles de accesar; y que “lo viejo guarda lo nuevo” si ya no tienes a dónde lucir ropa que pudieras querer estrenar.

Nuestros padres quisieron olvidarlas, nosotros las ignoramos, nuestros hijos nunca las supieron, pero ahora esas frases tienen más sentido que nunca.

ESE fue el mejor legado de nuestros padres. Ojalá convenzamos a nuestros hijos y nietos de su sabiduría.