Por: Víctor García San Inocencio, abogado y exlegislador

Si en algún lugar remoto, allá afuera en el espacio existiese vida y un zumbido molesto procedente del sistema solar y de un planeta azul llamado Tierra, hubiese interrumpido la tranquilidad del día, quién sabe si se desarrollarían planes allá, para enviar un rayo en retorno a la fuente de origen del zumbido. Si el propósito de ese rayo emitido de tan lejos fuese malsano, entonces muy probablemente el objetivo estaría situado entre Hatillo y Arecibo para neutralizar la fuente emisora del zumbido. El rayo destructor caería en el Observatorio de Arecibo y machacaría al que fue el radiotelescopio más grande del mundo.

Exista o no, ese lugar receptor capaz de responder, el rayo fulminante podría tardar todavía varios años en llegar. No obstante, no les hará falta. En la colonia que es Puerto Rico, donde todas las instituciones parecen colapsar el Radiotelescopio acaba de desplomarse.

¿Cuántos países del mundo se pueden dar el lujo de ver desplomarse un radiotelescopio de la fama, longevidad y dimensiones del que radica en suelo boricua? Ninguno hasta ayer, pues estas obras masivas en tamaño y densidad científica no se hacen para dejarlas caer. Pero el caso contrario ha sucedido aquí. Dejaron que el niño se cayera de la cuna por razones terribles.

Este conjunto complejo de metal, cables y equipos precedió al programa espacial Apolo de la NASA, aquel sueño ideológico-tecnológico para incentivar a la industria que anunció el presidente Kennedy para llevar tripulaciones a la Luna antes de concluida la década de los sesenta. La exploración lunar a distancia iniciada desde la antigüedad por las grandes culturas maya, azteca, inca en el Nuevo Mundo, y por chinos, egipcios, persas, babilonios y tantos otros en el otro lado del mundo, nunca se detuvo y fue objeto de la fascinación e indagación científica de personas como Galileo, Kepler, Copérnico y tantos otros. Pero la cartografía precisa lunar, que precedió el descenso de las misiones Apolo, se hizo entre otros lugares desde Arecibo, así como el encuentro de exoplanetas, las mensuras de distancias que antes fueron inconmensurables, el rastreo de cuerpos celestes como meteoros y asteroides, y toda otra gama de investigaciones con grandes centros como la Universidad de Cornell.

Víctor García San Inocencio, abogado y exlegislador
Víctor García San Inocencio, abogado y exlegislador (Xavier Araujo)

Nada esto detuvo sin embargo, la caída y la futilidad del rayo imaginado sideral que en rebote venga en camino. El descarte esta vez tecnológico -que se lleva también enredados a muchos seres humanos, su pasado, su presente y su futuro, como sucede hoy con quienes soñaron y crearon, hicieron posible y trabajan desde la operación del radiotelescopio- se hizo cargo de la implosión. Décadas de desgaste y de descuido, la fijación de una vida útil predeterminada, cálculos contables de costos de remoción y restauración frente a costos de poner al día, todo ello, abarrota el certificado de defunción del radiotelescopio de Arecibo-Hatillo.

Cuando en agosto se debilitó uno de los sistemas de cables tensores desde una de las torres, Morfeo, el COVID-19 y tantos otros padres de la huérfana culpa subrogada, incidieron sobre aquellos “que desde más arriba” tenían que tomar las decisiones, quizás firmar unas autorizaciones y atender el problema que se planteaba para la inestabilidad de la estructura. Nada se decidió desde arriba, excepto sentarse a hacer números y esperar a que se soltara otro cable y otro, hasta que la fuerza de gravedad se hizo cargo de la demolición.

No sólo fue la indiferencia, sucedió un feo espectáculo de sentarse a esperar de parte de “los de arriba” a ver que pasaría, cuando cualquiera con dos dedos de frente sabía qué sucedería. Se trata de un feo caso de eutanasia tecnológica, un ejemplo más -y muy errático- del “Para lo que da la vaca, que se lo chupe el becerro”.

Mucho más que pena, la anatomía de este colapso me provoca mucho coraje. Otro ejemplo más de cómo nos usa USA. Saca el jugo y bota la cáscara; extrae el azúcar y bota el bagazo. Destruye el litoral y los acuíferos, construye el complejo petroquímico, y luego deja el desastre ambiental y el extenso cementerio de chatarras y chimeneas. Todo ello en nombre del capital, la inversión en la ciencia -que deja grandes ganancias-, o las reconstrucciones de pacotilla que nos traen a Whitefish y a otros pejes todavía más gordos. O que tal los mogollones financieros, que nos traen a los fondos buitre, las quiebras y a la Junta de Supervisión Fiscal, y tantas otras empresas del lucro egoísta que nos alejan del bien común y que nos llegan al cochino valle de lágrimas colonial impuestas, auspiciadas o toleradas, sin que aprendamos.

El radiotelescopio se cayó como todo lo que se desploma en Puerto Rico, por el descuido de quienes tienen la riendas afuera y las manejan irresponsablemente para sus intereses; por la genuflexión de quienes se acomodan aquí para decir “yes” y dejar que operen a sus anchas los de allá; por el fervor acrítico de quienes ven inflados sus bolsillos siendo intermediarios serviles; por la incompetente y patológica forma de administrar al servicio de la ventaja y del privilegio, y por la quietud y pasividad de Fuenteovejuna.

El radiotelescopio se cayó por pura inercia. Si quedase un átomo de decencia en el Congreso de los EE.UU. se investigaba a la Fundación Nacional de las Ciencias y su proceder durante varios años. Su cumplimiento básico con la función de supervisar y de velar por el funcionamiento y permanencia de sus instalaciones, y la integridad de sus recomendadas inversiones. Porque este tipo de eutanasia, si es que fue parte de una obsolescencia programada, es un claro acto de indecencia.